domingo, 28 de diciembre de 2008

El fin de Hyperion

La reseña que rescato hoy procede de tiempos más alegres, tiempos que ahora se me antojan muy lejanos. Era época de bonanzas; el precio de los pisos sólo se había doblado, los primeros inmigrantes anunciaban una futura oleada de mano de obra barata y la televisiva Tamara, que luego se vería obligada a cambiar su nombre artístico, se instituía en paradigma y epítome del famoseo carroña al triunfar con una cosa musical titulada "No cambié".
También eran tiempos más felices para el fandom. Había varias revistas dedicadas al género de ciencia ficción, numerosas webs de contenidos y otras tantas de contacto entre aficionados. La interrelación fluía caudalosamente y el ánimo general estaba por las nubes. Pero sobre todo, imperaba el buen humor; había eso que se denomina buen rollo. Todo ha cambiado, no me pregunten por qué. Si me pongo, si hago un esfuerzo mental, se me ocurren muchas causas. O ninguna. Quizás es que ahora somos más viejos, quizás el humor, como tantas y tantas cosas, se acabe yendo con la edad por el desagüe. O quizás es que la vida se complica, y nos resta el ánimo que empleábamos en todas aquellas cosas.


Con cierta frecuencia suele darse el caso de escritores que, fascinados por la cultura y las gentes de un país recientemente visitado, no pueden evitar dedicarle de manera soterrada su siguiente obra. Lo que ya resulta algo más extraño es que esta rendición influenciada tenga lugar en los dominios de nuestro amado género, más aún si de lo que tratamos es de la exitosa conclusión de la serie más importante que ha dado la ciencia ficción a lo largo de su historia.
Si bien es cierto que The Crook Factory, una ucronía situada en Cuba y protagonizada por Ernest Hemingway, adelantaba ya una pista sobre las nuevas inquietudes del escritor norteamericano, nadie podría haber sospechado que, tras viajar a España, Simmons quedaría tan marcado por nuestra tierra que terminaría salpicando el cierre definitivo de los Cantos de Hyperion con múltiples referencias ibéricas. Teniendo en cuenta que la crítica ha considerado esta última novela como su mejor trabajo, podemos sentirnos todos orgullosos.
Aunque pudiera parecer que al término de El ascenso de Endymion todo quedaba bien cerrado y sin posibilidades de continuación, la maestría de Simmons ha vuelto a demostrar que allá donde reside el verdadero talento, mejorar la perfección no es un objetivo imposible. Sin trucos, sin artificios extraños o que pudieran pelearse con la coherencia interna de la serie, el autor, gracias a una idea breve pero de enormes implicaciones (Aenea mintió), logra situarnos de nuevo en medio de una vorágine de acción, intriga y "sense of wonder" que no sólo refuerza lo expuesto en la tetralogía original, sino que se presenta como la lógica e inevitable conclusión.
Han transcurrido 2001 años desde la muerte de Aenea, y NeoPax ofrece a una Humanidad sin cruciformes el don reciclado de la libreyección. La tranquilidad es rota por una aparición apocalíptica, el Miurón, una presencia zaina que roba el alma de los humanos mediante el terrible sistema de Empitonamiento Múltiple Simultaneo (EMS). Mientras NeoPax envía al religioso De Franco, único ser en la galaxia poseedor de un Supercruciforme de Resurrección Inmediata (CRI), las Tumbas de Tiempo se abren de nuevo. De ellas sale el hijo de Aenea y Endymion, a quien las profecías presumen con poderes místicos y denominan como el Bulfaiter. Ayudado por la vieja alfombra voladora de su padre, el Bulfaiter descubrirá una conspiración de inenarrables proporciones: su madre mintió, el Vacío Que Vincula (VQV) no existe y los responsables de enviar al Miurón son los Osos, Tigres y Leones (OTL) en alianza con el TecnoNúcleo, que insospechadamente aun pervive en las notas del último hit galáctico, I didn't change. El punto culminante tiene lugar en un perdido planeta en el que confluyen, en las escenas de acción más salvajes que jamás se hayan escrito, el Miurón, el Bulfaiter y el padre De Franco.
Como no soy de esos odiosos críticos que para reseñar cuentan toda la novela, no contaré el final, en el que el Alcaudón aparece y se despacha a gusto, exterminando a los tres contendientes, tras lo cual viaja al pasado donde acaba con la vida de los pequeños Aenea y Endymion, borrando así de la historia el tercer y cuarto libro de la saga, y tras lo cual se jauntea hasta Hyperion, donde después de acabar con chinches, insectores y un adolescente disfrazado de Portavoz de los Muertos, acude a las Tumbas de Tiempo. Allí la imagen de Hari Seldon le somete a un largo discurso sobre lo que le espera, con la intención oculta de que deponga su violenta actitud. Las últimas páginas del libro gozan de una carga emocional nunca experimentada con anterioridad por quien esto escribe: el Alcaudón se quita la máscara, tras la que aparece el rostro cansado del viejo poeta Silenus, héroe central y definitivo de toda la saga.
Aunque en la trama apenas se vislumbre la influencia española de la que hablaba, es en los detalles donde reside el claro homenaje a nuestro país. Hechos como que los personajes consuman en sus largos viajes tortilla de patatas o jamón de Jabugo; las maniobras con la alfombra voladora con las que el Bulfaiter se defiende ante el Miurón, componiendo magistrales Manoletinas, Verónicas y Naturales (MVN); el discurso en inglés antiguo del padre De Franco o incluso el nombre del planeta en el que se desencadena el enfrentamiento decisivo, The Sellings II, marcan con saña decisiva muescas rojigualdas en esta obra maestra.
La acción, el terror, la metafísica, la religión, el amor y lo cañí se conjugan en esta novela inconmensurable, cumbre desde ya mismo de la iconografía literaria y ejemplo de arte irrepetible en el género de ciencia ficción. Sin duda el mejor libro de los últimos tres días.
Un gran comienzo para una nueva editorial que aparece con fuerza en el panorama español, compitiendo en calidad, precio y presentación con los gigantes nacionales.





Reseña publicada anteriormente en Biliópolis, crítica sin red.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Listas

La capacidad comparativa es una de las herramientas más utilizadas por la mente humana. Recurrimos a ella continuamente, para comprender el mundo, para valorarlo y catalogarlo. A poco que analicemos los métodos con los que hacemos llegar nuestro punto de vista al prójimo, habremos de admitir que no existe un recurso más potente que la utilización de un ejemplo. El ejercicio de contraposición, en apoyo o denuesto según venga al caso, facilita la elaboración de conclusiones válidas respecto a las cualidades del objeto ponderado, sea éste material o conceptual. Fenómenos tan populares como los premios o las listas parten de esa necesidad humana de comparar. Cierto es que hay muchas personas a las que les desagrada el supuesto aspecto competitivo que rodea a ambos (Rafael Marín reniega de lo que él considera "carreras de caballos"; Javier Marías, aun con cierto tono humorístico, habla de vejación), pero es indudable que, acto seguido de su anuncio, tanto las listas como los premios consiguen, casi siempre, levantar una notable expectación.
Diciembre es un mes propicio para las valoraciones, para resumir de forma jerárquica lo que ha dado de sí el año en diversas materias. La mundialmente famosa revista Time, por ejemplo, publica siempre por estas fechas una lista con aquello que ha constituido, en su opinión, el top ten anual en diversas categorías. Estas van desde lo usual (por ejemplo, "Películas") hasta lo peregrino ("Meteduras de pata en la campaña electoral"). Si tenemos en cuenta su fuerte carácter autóctono, esta lista adquiere un gran valor como referente del sentir norteamericano en cuestiones de gran interés. Hace tres años que la sigo con la sana curiosidad de conocer qué se cuece al otro lado del Atlántico, para estar al día en algunas de las categorías y para comparar el contenido de otras con mis propias opiniones. Y, qué diablos, para practicar uno de mis mayores vicios: la procrastinación.
Curioseando a través de los numerosos enlaces, me regocijan, primero, las calificaciones dadas en algunas categorías que no tienen mucho que ver con el tema que trato en este blog, o al menos no directamente. Son asuntos de importancia dispar, que afectan con intensidades distintas mi sensibilidad. Por ejemplo: la presencia en sus correspondientes números uno de Wall-E, una auténtica maravilla de la ciencia ficción cinematográfica, y de La constante, el laberíntico y maravilloso episodio perteneciente a "Perdidos", a mi parecer la mejor serie de la televisión actual (o de siempre); el segundo puesto que otorgan a la victoria en Wimbledon de Rafael Nadal en el denominado "partido de todos los tiempos", o, sin salir del deporte, el reconocimiento de la gesta española en la Eurocopa por parte de un país que no admira el fútbol; todos y cada uno de los momentos olímpicos, cuyo simple recuerdo me emociona (Bolt, Phelps, Isinbayeva, la final de baloncesto, por no hablar de la ceremonia inaugural), que demuestran que las Olimpiadas son, seguramente, la más grande manifestación en vivo del espíritu humano. Todos ellos, y cada uno, calibran el grado de conexión entre mi percepción de lo remarcable y la de los demás.
Pero olvidémonos pronto de lo anterior, cuya única utilidad es personal. En lo que atañe a este blog, es decir, en aquello que tiene que ver con la literatura y el género fantástico, cabe destacar, de inicio, una insustancial anécdota. La categoría de no ficción está encabezada por The Forever War, ensayo de Dexter Filkins que analiza el papel de EE. UU. en las dos guerras en las que se ha visto envuelto recientemente, y que, como pueden imaginarse, no comparte mas que el título con cierta obra maestra de la cf. En cuanto a la categoría de ficción, John Updike cierra el top ten con la secuela de Las brujas de Eastwick, ahora viudas, precedido por Neil Gaiman y su The Graveyard Book. El cuarto puesto supone para mí una sorpresa, ya que si bien es un hecho que la crítica y el público lector han aceptado finalmente la integración de la cf limítrofe en la generalidad, es más raro comprobar que también lo hace con la parte del género más complicada. Las noticias que me han llegado de Anathem, de Neal Stephenson, me hacen sospechar que se trata de un libro de complejidad mayúscula, integrado en la parte hard del género, esa cuya lectura exige una cierta especialización. Y sin embargo, ahí está, como cuarto libro de ficción del año.
La campanada de la lista la da el difunto Roberto Bolaño, o más bien su obra póstuma, 2666. Oprah Winfrey no es sólo el personaje televisivo estadounidense más popular y que más cobra, sino también el más influyente. Sus consejos literarios ayudaron, y mucho, a que La carretera, del maestro Cormac McCarthy, fuera allí el libro del año en 2006. La apuesta de la presentadora por el chileno ha ayudado a encumbrarlo hasta la cima del mercado estadounidense. El olfato de Oprah para la buena literatura parece ser tan fino como su indiscutible talento para el espectáculo. Tengo que confesar que aún no he leído la ciclópea novela de Bolaño (quien quiera una opinión cualificada, que le eche un ojo, por ponerles un ejemplo norteamericano, a lo escrito por Jonathan Lethem en The New York Times), pero sin haberlo hecho, hay algo en torno a ella que me conmueve.
2666 consta de cinco partes, en realidad cinco libros que acaban por conformar un conjunto que cobra todo su sentido, parece ser que inmenso, al ser considerado en su totalidad. El autor, viendo cercana su muerte, decidió que el sustento de los suyos era más importante que la fidelidad a su obra, y dejó ordenada la salida al mercado en cinco partes. Y he aquí lo inaudito. Sus herederos, en connivencia con Jorge Herralde, su editor, decidieron que la obra era más importante que la ganancia pecuniaria, y así 2666 vio la luz casi como la había imaginado su autor. Digo casi porque, desgraciadamente, no logró concluirla del todo. Gran parte de su éxito, primero en castellano y ahora en inglés, se debe a esa edición unitaria.
Si son ustedes aficionados al fantástico, tendrán ahora mismo dibujada en el rostro una tímida y cínica sonrisa de reconocimiento. Si aún queda alguien que ignore el asunto, sepan que casi todas las novelas del anteriormente citado Neal Stephenson fueron divididas arbitrariamente en dos o tres volúmenes por la editorial encargada de publicarlas en España. Así, una novela fue dividida en tres, y una serie posterior, que originalmente constaba de tres libros, se acabó publicando en -ya no estoy muy seguro- ocho o nueve. Eso quiere decir que el aficionado español que quiso leer la obra completa tuvo que pagar el triple que un norteamericano, y que el autor vio cómo su creación, pensada unitariamente, era sajada en pro de mayores beneficios. Ahora contemplo el éxito de 2666, del gran Roberto Bolaño, y pienso que a veces, sólo a veces, las cosas son como deberían ser.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

El regalo

Con el deseo de que vivan ustedes con la mayor felicidad el período navideño, les dejo esta pequeña joya de Ray Bradbury. Soy consciente del tema de los derechos, pero estoy seguro de que no se nos va a enfadadar (él al menos). Si les gusta el relato, pueden conseguirlo comprando Remedio para melancólicos, una de sus primeras y maravillosas colecciones de cuentos.


El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.




Texto extraído de Ciudad Seva.

martes, 9 de diciembre de 2008

Desinformando, que es gerundio

Podría dedicarle páginas y páginas al asunto y sus derivaciones. No al hecho noticiado, sino a todo lo que evidencia este tipo de lamentables errores informativos. Pero prefiero ser breve. Todo está dicho, y síntomas como el que denuncio en esta entrada son cada vez más numerosos y dificiles de erradicar. Las causas y las consecuencias, a poco que se piense, dejan un poso de incomodidad, de desasosiego por el futuro. La sociedad ha cambiado gracias al libre acceso a la información, pero el coste exigido por esa Forrest J. Ackermanlibertad, por esa inmediatez, se ha pagado con el descenso de su calidad. Preocupante, pues la información, hoy en día y cada vez más, se postula como el auténtico motor de nuestra civilización.
El pasado jueves falleció Forrest J. Ackerman. De él no puedo decir gran cosa, sólo que, cuando pienso en el término friki, es su imagen la que aparece en mi cabeza. Personalmente, hay pocas cosas por las que pueda recordarle; alguna antología leída en mi juventud, algún artículo interesante y unas pocas historias de Vampirella que, creo recordar, venían en el Vampus. Y sin embargo, pese a su escasa fama como escritor de relatos, y sin novelas en su haber, Ackerman quizás haya sido uno de los mayores impulsores de la ciencia ficción como fenómeno popular. Interesado siempre por el género, eterno aficionado, agente y antologista, fue un claro precursor del fandomita moderno (o de lo que éste querría llegar a ser una vez reconocida su incapacidad como escritor). De la labor de su vida, sin embargo, sólo parece haber trascendido la parafernalia. Como prueba, ahí están los obituarios recientes, en los que los elementos destacados son su frikismo y la invención de una abreviatura.
Se me hace particularmente triste este último detalle. Si lo trasladamos a nuestra lengua, sería como anunciar, pesarosos, que ha muerto el inventor del término "cifi", descubrimiento de enorme mérito. Es cierto que el término sci-fi se ha llegado a usar mucho posteriormente para referirse a determinado tipo de ciencia ficción, tanto que en su día llegó a ser denostado e intercambiado por el aún más corto sf. Pero, sinceramente, creo que Ackerman debería ser reconocido (y aquí me incluyo como ignorante) por cosas mucho más reivindicables, mucho más importantes que la creación de una simple palabra o el amor a unos ropajes y muñecos (por más que le pese a George Lucas).
Decía que se me hace triste el detalle, pero aún me sienta peor, se me hace insoportable cómo ese detalle ha sido reproducido por parte de la prensa española. Un vergonzoso error, repetido por varios medios, se convierte en una monumental cagada (perdón por la explicitud) en el diario El Mundo, que lo enarbola como titular: Forrest Ackerman, el inventor del término 'ciencia ficción'. En realidad, la concepción del término "ciencia ficción", en inglés science fiction, proviene de finales de los años 20, pura evolución del scientifiction inventado por Hugo Gernsback pocos años antes. Lo que Ackerman se sacó de la manga en 1954, fue, como ya adelanté unas líneas más arriba, un ingenioso y después muy popular apócope, sci-fi, a imagen y semejanza del hi-fi que, según contaba él mismo, había oído en un anuncio radiofónico cuando conducía. Cosa que, por otra parte, viene explicada dentro del mismo artículo.
El proceso que ha desembocado en este garrafal error es sangrante, y fácil de imaginar. Fácil de imaginar casi en su totalidad: la llegada de la nota de Reuters a la redacción, el pobrecito becario al que eso de contrastar le suena a chino, el salto lógico de sci-fi a science fiction...; sí, ese "salto lógico" quizás sea lo más inquietante de todo este proceso, esa mente detras de la transformación. No sé, yo escribo un sencillo blog, que leen sólo unas decenas de personas, e intento documentar cada cosa que pueda ocultar trampas, asegurarme de que no meto la pata. Se me hace difícil aceptar que quien escribe para millones pueda no hacer lo mismo. Por otra parte, me pregunto qué tipo de filtro pasan los textos, si son sometidos a una revisión de contenido, y sobre todo, cómo puede el artículo estar ahí todavía, colgado con su erróneo titular, días y días después.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Lecturas abandonadas


Acabo de dejar a medias un libro. ¿La razón? Pasado ya su ecuador, me he dado cuenta de que no me interesaba, que más bien me aburría lo que en él se narra. Contiene elementos atractivos, y algún momento aislado especialmente brillante, pero en general, es como si a la historia le faltara vida, ese algo innominado que alimenta el ánimo por la lectura, llamémoslo alma. ¿Dónde está el defecto, la pretendida carencia? No en la prosa, ni en los personajes, ni en las situaciones. Quizás haya que buscarlo en los dominios de lo intangible, en aquello que otorga una finalidad a todos esos elementos. El conjunto no emociona, no motiva. No sé hacia dónde se dirige, y, al contrario que en casos similares, no me ilusiona saberlo. Así pues, abandono.
Recuerdo que hubo un tiempo ("cuando era más joven", diría Sabina) en el que me era imposible dejar un libro a medias. Había algo patológico, incluso, en aquella negativa. Si lo había empezado, tenía que acabarlo. No por las razones que cabría esperar, como un posible remonte de su interés, o el desvelo de las cuestiones pendientes, sino por un mal entendido sentido del deber. Como si realizar la lectura completa fuese un acto de obligado cumplimiento.
Los años han pasado, me queda menos para el final. Recorro con la vista mi creciente biblioteca y soy dolorosamente consciente de que jamás lograré leer ni la tercera parte de su contenido. Y eso es terrible. Sobre todo, porque en ella aguarda un gran número de obras maestras con las que no podré emocionarme jamás debido a la falta de tiempo. Un libro es producto del talento y, principalmente, el trabajo aplicados por su autor. En él ha invertido montones de horas y esfuerzo, y por lo tanto, se le debería guardar un respeto. Es cierto, pero esa cuestión de respeto debe extenderse a todo su gremio. El tiempo que uno invierte en acabar un libro que le desagrada, generalmente mayor al de una lectura que complace, es tiempo robado a las creaciones de otros autores que quizás merezcan más nuestro esfuerzo, un caso sencillo de agravio comparativo.
Pero no nos desviemos. Al margen de tan válida excusa, el motivo principal para abandonar un libro, sea cual sea la página en la que uno se encuentre, no es otro que la propia finitud, el escaso tiempo de vida. Conozco a varias personas cuyo concepto de la lectura es el de la pura diversión, un producto de entretenimiento que, si aburre, se ha de dejar sin contemplación El mar de todos los muertos, de Javier Argüelloninguna, como cualquier otro producto excretado por la vigente cultura del ocio. No es mi caso. Quien me conozca podrá suponer, acertadamente, que lo he intentado, que lo he intentado con denuedo. Muchas son las veces que esa insistencia me ha procurado una gran satisfacción final, pero la experiencia ha hecho que reconozca, cada vez con mayor facilidad, cuándo el esfuerzo no tendrá recompensa. Así que, lo lamento, Javier, pero cierro tu libro para poder abrir otro.
El tiempo es oro. Prefiero que me consideren un maleducado cuando la alternativa es actuar de forma estúpida.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Los meses perdidos (I)

Desde que abandoné el blog hasta mi reciente reencuentro con él han transcurrido, más o menos, nueve meses. El mismo desconocido motivo que me llevó a eludir la escritura fue el culpable también de que mi habitual voracidad lectora disminuyera hasta límites insospechados. Durante los primeros meses del año, quizás hasta abril, leí poco y mal. Insustancialidades además, como comprobarán más abajo. A partir de mayo, mi insólito mal comenzó a sanar, y, lentamente, fui reconquistando mi ritmo habitual de lectura. El problema es que, al poco, algo que había estado requiriendo parte de mi interés desde el mes de enero, pasó a exigir todo mi tiempo. Este nuevo atractor fue el máximo culpable del rácano goteo que vino a continuación. Si se están preguntando de qué se trata, no sufran, lo descubrirán en las postrimerías de esta serie de entradas.
De los pocos libros leídos en estos meses, de la extraña dispersión de sus temáticas y naturalezas, y también de algunas reseñas abortadas, procedentes de lecturas anteriores, les hago un breve resumen a continuación. Algunas cosas más ha habido, pero no crean que demasiadas. Me ahorro hablar de Las benévolas, la mastodóntica y oscura novela de Jonathan Littell, porque fue el primer libro en pagar mi extraña afección. No es que me estuviera disgustando, pero la crisis me sobrevino durante su lectura, y sus más de 1200 páginas se me antojaron un horizonte imposible de alcanzar. Prometo volver a ella en el futuro.
Aclarado esto, vamos allá con lo demás.




Entre mis asignaturas pendientes, contaba hace tiempo la de leer una novela escrita por alguno de los componentes de la denominada generación del crack mexicana,Amphitryon, de Ignacio Padilla preferentemente Jorge Volpi o Ignacio Padilla, los dos más conocidos por estos pagos. Mi duda era si empezar por el muy prometedor En busca de Klingsor, de Volpi, o atacar directamente Amphitryon, de Padilla. Las dos novelas cuentan con premios importantes, así que la elección final vino dada por la longitud de las novelas y por mi estado anímico del momento, una relación que siempre se declara directamente proporcional.
Como se trata de hacer una reseña breve, diré que la novela de Padilla, que a priori contaba con numerosos elementos de mi gusto, no me complació. No por el contenido de la historia, un conflicto de identidades interesante de veras, sino porque la evidente preocupación formal no da el resultado esperado. No se trata de una mala cuantificación de los componentes, sino del tratamiento dado a la reflexiva voz interior, algo afectada, incluso cargante. La narración se regodea en circunloquios, que si bien al principio evocan atractivas pomposidades borgianas, producen al cabo una morosidad cansina, que afecta al natural fluir de la lectura.


Cuestiones curiosas de ciencia, presentado por Scientific AmericanEste librito publicado por Alianza Editorial, originario de la revista Scientific American (aquí Investigación y Ciencia), se descubrió como una de las mejores lecturas de cuarto de baño que haya tenido hasta la fecha.
"¿Perdón? ¿He leído bien? ¿Cuarto de baño?"
Oh vamos, sean ustedes sinceros. Todo ser humano tiene algún objeto de lectura reservado para ese penoso momento del día que resulta ser, al fin y al cabo (aunque no siempre), el más relajado. La particular estructura de este libro, constituido por artículos bastante cortos, lo hace ideal para ser consumido poco a poco, día a día, mientras respondemos a nuestras servidumbres fisiológicas.
Además de entretenerme, la lectura de este "Cuestiones curiosas de ciencia" me ha hecho más sabio. Ahora ya sé por qué el Sol y la Luna parecen más grandes cerca del horizonte, cómo duermen los delfines y las ballenas sin ahogarse o por qué se arrugan los dedos en el baño. También he visto contestada alguna pregunta más trascendente, como por qué la sangre de los hipopótamos es rosa, y me ha desvelado misterios ignotos, por ejemplo cómo digiere moscas la dionea. Algunas respuestas ya las conocía (¿puede estar involucionando la especie humana?), pero en general se trata de un libro fascinante que resuelve algunas de las preguntas que todos nos hacemos en determinado momento diario de nuestras vidas.


Walter Mosley continúa su viaje a través de los géneros de la narrativa con Matar a Johnny Fry. Maestro de la novela negra, con un más que interesante bagaje en la ciencia ficción, aborda esta vez la novela erótica, y lo hace con una intensidad y procacidad que invitan a calificar de forma más pertinente esta obra como pornográfica.Matar a Johnny Fry, de Walter Mosley Una condición que la editorial intenta refinar con la ingeniosa etiqueta "Una novela sexistencialista" adherida a la cubierta. Lo cierto es que las andanzas del protagonista le resultarán al lector tan atractivas como las de cualquier personaje calentón creado por Michel Houellebecq.
Hay preocupación existencial, cierto, pues la historia es la de un hombre engañado que, buscando vengarse en los mismos términos en los que ha sido traicionado por su pareja, acaba encontrándose a sí mismo y comprendiendo un mundo que antes le era insospechado. Como el ingenuo doctor Bill Hartford del filme "Eyes Wide Shut", Cordell Carmell realiza un viaje iniciático que le abre los ojos a una realidad oculta, pero a diferencia del personaje kubrickiano, se sumerge de lleno en el maelstrom sexual de la nueva realidad que descubre. Clubs privados, vecinas lujuriosas, extrañas cintas de video y estrellas de la pornografía serán sus maestros. El círculo se cierra, finalmente, al desvelar su protagonista el escabroso secreto del que procede la conducta extrema de su pareja, así como sus extrañas motivaciones. En el proceso de venganza y descubrimiento, Cordell Carmell adquiere una nueva concepción del mundo.
Una interesante novela que se devora sin pausa, no sólo por su temática, sino también por la usual y aparente sencillez con la que el estilo de Mosley viste siempre a sus textos.


Sin abandonar del todo el asunto anterior, viajamos hasta los dominios de la no ficción. El libro escrito por Eva Roy, responsable de contratar las películas que emitían aquellos canales pioneros en la emisión catódica de cine pornográfico, prometía ser un interesante recorrido por el género patrio. Y Mi lado más hardcore, de Eva Roycierto interés tiene, no voy a negarlo. Mi lado más hardcore presenta un más que atractivo diseño e incluye, entre otros contenidos, una larga serie de entrevistas realizadas a personajes de gran importancia para el género X español; actrices, actores y directores bastante populares, pero también productores y distribuidores, menos conocidos por el seguidor de este tipo de cine pero fundamentales para su desarrollo.
Conocidas estrellas españolas, como Celia Blanco o Lucía Lapiedra, y extranjeras, como Katsumi (ahora Katsuni) o la sosísima mega-star Silvia Saint, comparten declaraciones con sus más reconocidos partenaires masculinos. Super humanos como Nacho Vidal, Max Cortés o el universal Rocco Siffredi explican las motivaciones y los hechos que les condujeron hacia ese lado del negocio, y hacen ver por qué lo convirtieron en su oficio. Además de las siempre divertidas anécdotas, lo más interesante para quien tenga curiosidad por este género cinematográfico es, seguramente, el conjunto de entrevistas realizadas a los altos gerifaltes y grandes negociadores del cine X, Berth Milton incluido, que ayuda a conocer la mecánica interna de un mercado que cada año mueve más y más dinero.
El libro alterna ese contenido documental con las desventuras de su autora en el mundillo a lo largo de unos cuantos años. Aunque están descritas en el habitual tono quejica de la mayoría de textos sobre el X (como si al porno hubiera que aplicarle aún más maquillaje underground para cumplir con el tópico), algunas son divertidas e ingeniosas, y evidencian una objetividad que es rara de ver en los artículos y ensayos escritos sobre el género. Sólo al final, en el par de artículos que cierran el libro, se permite la autora caer en el cliché.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Pellizcos

La palabra 'Dios' no es para mí mas que la expresión y el producto de la debilidad humana.

-Albert Einstein-

sábado, 22 de noviembre de 2008

Hiperrealidad

Estoy leyendo el comentario que Portnoy ha dejado en su blog sobre After Dark, la novela de Haruki Murakami publicada recientemente por Tusquets, en el que señala la relación existente (para mí innegable) entre las creaciones del escritor japonés y las del cineasta David Lynch, cuando, de repente, un pitido familiar me avisa de que tengo un nuevo mensaje electrónico. En él, el escritor Santiago Eximeno manifiesta su entusiasmo por Bartleby y compañía, su primera lectura de Enrique Vila-Matas, que, dice, está a punto de concluir.
El contenido del mensaje me parece curioso, no por la sensata e inevitable apreciación, sino por lo oportuno de su arribo. Estoy leyendo a Portnoy en el breve descanso que me he tomado en la escritura de una crítica. El libro sobre el que trabajo es Un hombre en la oscuridad, una novela corta de Paul Auster recientemente publicada por Anagrama. La última frase que he escrito antes del voluntario receso es "Enrique Vila-Matas, nuestro propio Paul Auster". Aprovecho tal casualidad y le respondo a mi tocayo con esa misma sentencia, aconsejándole continuar con la trilogía metaliteraria del catalán.
Miro el reloj y se me ha hecho tarde, así que bajo a comer algo. En dirección al restaurante japonés han abierto una librería que cuenta con un llamativo ventanal. Aunque es pequeña, abre todo el día. Al pasar, veo en el limpio escaparate la cubierta de El mar de todos los muertos, un libro que tengo pendiente de conseguir, una novela que ha merecido buenas valoraciones en algunas revistas culturales. Aún no lo sé, pero en su futura lectura (en la que estoy inmerso actualmente) me sorprenderá, al recordar el momento de su compra, la relación directa, pirandelliana, que mantiene con Un hombre en la oscuridad. En ambas, el protagonista comparte la narración con los personajes que él mismo, de naturaleza a su vez ficticia, ha creado. Tras entrar al establecimiento, ya con el libro en la mano, compruebo, no sin cierto sobresalto, que el texto laudatorio que lo promociona es obra de Enrique Vila-Matas.
Convencido, me acerco al mostrador para pagarlo, y mientras saco la cartera de la chaqueta, la visión periférica dirige mi atención hacia un lote de pequeños libros, casi miniaturas, ordenados junto a la caja registradora, concretamente a su izquierda. Al posar la vista sobre el título y el autor me sobreviene un breve pero intenso escalofrío: No soy Auster, de Enrique Vila Matas.
"Vale", me digo, "ya lo he pillado".



jueves, 20 de noviembre de 2008

Vernor Vinge. El monstruo de las galletas

La inclusión en el blog de esta reseña, que escribí hace más de un año, se me antoja oportuna por varios motivos. Uno es la publicación en español, por parte de Ediciones B, de Rainbow's End, traducida como Al final del arco iris; otro es la concesión del premio Ignotus 2008 a la novela corta que da nombre al volumen; el último es la materialización de un deseo que expreso en la misma crítica, la publicación en un solo tomo, por parte de Icaro Ediciones, de la Serie de las Burbujas. Un hecho, este último, que ha destapado una situación de podredumbre editorial que ya les mencioné hace unos días, y que, desgraciadamente, no es nueva para la ciencia ficción española.






La ficción de Vernor Vinge, matemático y amante de las denominadas ciencias duras, delata su formación académica. Desde sus primeros relatos el norteamericano ha orientado su obra hacia dos direcciones sin relación aparente, en las que, sin embargo, cobran gran importancia el hecho científico y la tecnología. El reconocimiento en el mundo de la ciencia ficción le llegó principalmente gracias a sus aportaciones en el terreno de la space opera, subgénero que siempre ha enfocado desde una perspectiva hard. La Serie de las Burbujas, compuesta por La guerra de la paz (1984) y Naufragio en el tiempo real (1986) (cuya reedición, aprovecho para decir, sería una agradable noticia para los aficionados españoles), y especialmente dos de sus novelas galardonadas con el otrora prestigioso premio Hugo, Un fuego sobre el abismo (1992) y Un abismo en el cielo (1999), primeras entregas de una trilogía aún sin cerrar, le alzaron hasta el panteón de los principales escritores del género en EE UU, país en el que la cf dura todavía goza de un elevado prestigio.
Sin embargo, al margen de sus novelas más populares, Vinge cuenta también con otra faceta narrativa menos conocida, que si bien no ha obtenido el mismo predicamento que la anterior, es sin duda igual de interesante. En ella explora los posibles futuros próximos que las nuevas tecnologías podrían propiciar, ejercicio imaginativo que conlleva una carga especulativa “útil” de la que su otra obra de ficción carece. Reivindicado por muchos lectores como uno de los escritores clave en el nacimiento del ciberpunk tras la publicación de la novela corta titulada “True Names” (y no “True Times”, como refiere el prologuista de este volumen), Vinge ha obtenido también importantes premios de la cf norteamericana merced, precisamente, a un puñado de narraciones cortas que indagan tanto en los nuevos conceptos surgidos de la revolución informática como en las consecuencias de los avances tecnológicos que ésta ha traído.
El monstruo de las galletas, recientemente publicado por AJEC, es un ómnibus literario que contiene dos novelas cortas situadas precisamente en esa misma línea: una de título homónimo, ganadora de los premios Hugo y Locus en 2004, y “Acelerados en el instituto Fairmont”, vencedora también en el Hugo de 2002 y origen de Rainbows End, recientemente galardonada con el premio Hugo en su máxima categoría. La primera de las narraciones se apoya en parte en uno de los efectos de la Teoría de la Singularidad Tecnológica, por la que es conocido Vinge fuera del entorno literario. El mundo virtual cíclico en el que transcurre la historia avanza en progresión exponencial, lo que termina por provocar algunos efectos imprevistos. Los personajes, avatares de individuos reales, ignorantes en principio de su propia naturaleza artificial, buscan, una vez descubierto el engaño, el modo de avisar a sus siguientes iteraciones. Como no tienen superpoderes, han de idear un método para que el mensaje no desaparezca en el “reseteo” del sistema.
Si les suena el argumento no es por casualidad. La novela “El monstruo de las galletas” pertenece a ese tipo de ciencia ficción actual tendente al tradicionalismo que, algo cansada y exenta de originalidad, se empeña en repetir esquemas e ideas clásicas (o recientes) desde las colecciones de género. Empieza a ser evidente que vender la cf como literatura de ideas quizás no haya sido tan buena ídem, ya que cuando éstas se acaban, el género sufre una negación de la mayor. Si la realidad alcanza a la ficción, si el paso del tiempo crea un efecto acumulativo (un siglo da para muchas historias) en el que la saturación impide encontrar nuevos conceptos, hay que buscar soluciones. Desde el género se ha apostado por dos: la extremosidad en las ideas, que en muchos casos torna incomprensibles las tramas y las aleja del lector, y la autorreferencialidad, tanto en modos como en argumentos, en muchos casos para añadir sólo una pequeña vuelta de tuerca a una historia ya conocida, como en este caso.
La reiteración, en realidad, no es el problema. Se pueden repetir esas ideas siempre que la riqueza literaria (capacidad estilística, trama original y bien conjuntada, profundidad de personajes…) se instaure como principal objetivo. De hecho, la gran literatura repite continuamente temáticas y enfoques, pero eso no va en su detrimento, porque su objetivo no es la idea, sino todo lo que la rodea literariamente. En este caso, la ocurrencia de Vinge es buena, pero ya no sorprende a nadie, porque para colmo de males, el referente es cinematográfico y mundialmente conocido. ¿Qué le queda entonces? Todo aquello que conforma la literatura más allá de la idea, y ahí “El monstruo de las galletas” ha de solventar dos escollos insuperables. Cuanto más corto es el relato más se debe a lo que se cuenta que a cómo se cuenta, y recordemos que ésta es una novela corta. Por otra parte, en este caso el propio argumento auspicia la ausencia de una personalidad compleja en los personajes, pues éstos no son más que constructos efímeros que no han de tener necesariamente una identidad elaborada. Es algo que como excusa funciona, pero que no suma atractivo al relato.
“Acelerados en el instituto Fairmont”, considerado en su totalidad, es un relato aún más feble que el anterior, principalmente por la impresión de narración incompleta que deja. Podría pasar por un mero capítulo dentro de una novela, capítulo cuyo único aspecto interesante es el escenario de futuro cercano que presenta. Vinge alumbra en este caso una visión personal sobre las posibilidades que ofrecerá la tecnología a nuestros jóvenes y cómo moldeará ésta su manera de entender el mundo. Un insignificante detalle, suma de atrezo y bioingeniería, trata de aportar una cierta finalidad al relato sin conseguirlo. No niego que la galardonada novela posterior, originada en esta historia, pueda estar bien, pues tanto la ambientación como el mundo propuesto están bien trabajadas y despiertan un cierto interés que seguramente se acreciente con el paso a una longitud mayor, pero las posibles bondades de un hijo nunca han supuesto méritos con los que exonerar a un mal padre, ni en este caso, para salvar al presente relato de la inanidad argumental.
Sin duda, lo peor de todo el asunto es que no estamos ante dos muestras anodinas rescatadas del montón, sino ante dos novelas cortas galardonadas con alguno de los premios más ilustres de la ciencia ficción norteamericana, dos narraciones alabadas además por gran parte de la crítica de aquel país. La sensación de obsolescencia que arroja desde hace unos años la ciencia ficción en EE UU, desde los escritores a los críticos, pasando por los mismos lectores, es cada vez mayor. Y para colmo, la factura del libro, algo habitual en AJEC, está más cerca de la fanedición que del profesionalismo.





Esta reseña fue publicada originalmente en C, el hijo de Cyberdark.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Digresión arbórea

Esta mañana de domingo, al salir a la calle para no ir a misa, me he percatado de que habían adherido un cartel con celofán en una de las paredes del soportal. Su contenido me ha llamado mucho la atención. No por el tema del que trata, el de esos arboricidas sufragados por el Ayuntamiento que todos los otoños asordan las calles madrileñas, sino por su corrección extrema en la escritura y en la redacción. Llámenme cínico o descreído, pero en mi visión actual de las cosas, este tipo de actitudes por parte de las instituciones representa la normalidad. La otra, la contraría, la de la honestidad, es la que ahora se puede considerar noticia.
Así que no, lo que me ha conmovido de la nota no es el asunto reivindicativo, sino su perfecta escritura, a estas alturas algo muy raro de ver, ya no en los escritos callejeros, sino en la propia prensa. La reproduzco aquí para que juzguen ustedes mismos.

Después, durante mi paseo dominical, he podido comprobar que en todos los portales de la calle lucía esta hojita blanca. Naturalmente, tras su debido escaneo, he bajado a colocarla de nuevo en el sitio donde la encontré.

sábado, 15 de noviembre de 2008

jueves, 13 de noviembre de 2008

Historias de RNE. El año en Spitzberg

Concluida la lectura de El Terror, la escalofriante novela de Dan Simmons, después de pasar dos semanas inmerso en los helados parajes árticos, me parece obligado continuar el ciclo de Historias de RNE con este relato de Pedro Antonio de Alarcón. Así podrán ustedes compartir conmigo la extenuante sensación de frío y soledad que me ha acompañado durante estos largos días. Y así podrán irse acostumbrado también a ese invierno que ya asoma por las noches madrileñas.



El año en Spitzberg es una de las "Narraciones inverosímiles" escritas por Alarcón a mediados del siglo XIX, en sus años de juventud. A ellas pertenece también Soy, tengo y quiero, el relato corto que cierra este capítulo de Historias.





domingo, 9 de noviembre de 2008

Maniobras editoriales

Hace pocos días, y ante las reacciones a lo que se presumía como un nuevo escándalo en el mundillo editorial español de la ciencia ficción, un conocido editor del género lamentaba amargamente esa especie de victimismo autoinculpante que los aficionados esgrimen una y otra vez para explicar siempre este tipo de delitos: "cosas de la cf española". Como si en el resto del mundo editorial esas "cosas" no pasasen.
Desde luego, el consabido editor tiene mucha razón en quejarse de una actitud que, además de basarse en una falsedad, no hace más que echar tierra a los propios intereses, los del lector de cf. Y tiene razón porque, sí, ciertamente esas cosas pasan y seguirán pasando también ahí fuera, en los dominios de las grandes editoriales. Los males que acucian de vez en cuando a la pequeña aldea de la cf son extensibles al resto del mundo editorial, ya no sólo en escándalos como el señalado más arriba, concernientes al impago de derechos de autoría y traducción, sino en otros asuntos que perjudican directamente al consumidor, tales como las malas traducciones, la pobre calidad en la presentación del libro o los abusivos precios. O las cada vez más numerosas e indignantes maniobras promocionales.
Hace unos años, escribí para Gigamesh una reseña dedicada a "Luchadores del espacio", un interesante ensayo escrito por José Carlos Canalda sobre las popularmente denominadas "novelas de a duro", y en ella llamaba la atención sobre un hecho engañoso:



Luchadores del espacio, de José Carlos CanaldaPodría decirse, para acabar, que "Luchadores del Espacio" da lo que promete en el título, pero desgraciadamente, sólo en parte. A pesar del protagonismo de la entrañable colección, cabe destacar una omisión grave de la que, inexplicablemente, no se aporta información alguna en la cubierta. Entre el collage de portadas que la ilustran, aparecen varias de novelas pertenecientes a la Saga de los Aznar (El imperio milenario, El enigma de los hombres planta...), serie con movimiento de aficionados propio que constituyó, sin duda, el principal valor de la colección. Sin embargo, ni una sola entrega de la saga creada por George H. White está presente en su interior, aunque sus otras novelas reseñadas gocen de un trato preferente con respecto a las de los veintiséis autores restantes. Esto convierte el ensayo en un estudio significativamente incompleto y le da un carácter de obra complementaria que debería haber tenido su correspondiente aclaración en el título.



Algunas novelas de la saga aparecían en la cubierta, y sin embargo no eran estudiadas en el ensayo. Hoy, algunos años después, me he vuelto a encontrar con algo muy parecido, y no en un libro de ciencia ficción, sino en una de las últimas novedades presentadas por Mondadori de (levántense, por favor) el gran Philip Roth. Se trata de "Lecturas de mí mismo", edición en español de "Reading Myself and Others", una colección de artículos y entrevistas publicada en 1975 y engrosada con algún material más para la edición de Penguin 10 años después. En resumen, lo que este libro ofrece al lector es la posibilidad de adentrarse en el proceso creativo de las obras de uno de los mejores escritores de la actualidad (si no el mejor) en su primera época, conocer las motivaciones e intencionalidad de sus primeras novelas. Tal como lo han calificado en muchos de los artículos que han noticiado su publicación en España, una suerte de striptease literario invaluable para sus seguidores.
Una muy grata noticia. ¿Dónde se encuentra, entonces, el motivo de mi reprobación? En la ilustración de la cubierta, esa que tienen ustedes un poco más abajo, y que transmite la misma falsedad que el ensayo de "Luchadores del espacio". Como pueden observar, el lote de libros que muestra escritos por Philip Roth es extraordinariamente variado. Incluye tanto sus obras primerizas como las más recientes, y eso llama a engaño. Dentro de "Lecturas de mí mismo", el autor desgrana, entre artículos y entrevistas, las motivaciones creativas que se encuentran detrás de su ocho primeras novelas, las escritas hasta la fecha de publicación del libro, 1975. Dado que la base utilizada es la reedición de Penguin, los comentarios también incluyen las cuatro novelas que componen "Zuckerman encadenado", publicadas en el ínterin. De su obra posterior a 1985, no se menciona nada.
Como efecto directo, el lector que se haya subido al carro gracias a sus últimas publicaciones en nuestro país, podría interesarse por aquello que llevó a Roth a escribir Sale el espectro, Elegía o El profesor del deseo (todos en Mondadori,Lecturas de mí mismo, de Philip Roth claro). A quien haya descubierto a Roth gracias a Isabel Coixet, quizás le llame la atención la presencia de El animal moribundo en ese lote. Pero indirectamente, el efecto de variedad que promete el citado lote puede servir para captar también otro tipo de clientes. Al aficionado a la ciencia ficción, por ejemplo, podría interesarle mucho echar un ojo al proceso de creación de La conjura contra América.
Creo que no soy el único que piensa que lo mejor de Roth, lo que cambió el calificativo de su obra de muy buena a extraordinaria (si exceptuamos El lamento de Portnoy) vino después, con novelas como Pastoral Americana, Me casé con un comunista o El teatro de Sabbath. Pueden imaginarse, por tanto, la decepción, la sensación de pequeña estafa al no encontrar referencia alguna a ellas en el interior. Cierto que esas obras maestras no están específicamente representadas en la fotografía, pero la variedad, el carácter global que ésta sugiere, así hacen creerlo. Lo más penoso de todo esto es que esta indignante maniobra no hacía falta. Los seguidores acérrimos de Roth, los únicos que en realidad vamos a comprar un libro que contiene textos en los que él mismo explica su obra, nos lo vamos a llevar a casa trate de las novelas que trate, porque sabemos que de Philip Roth, como de ese rosado animal ibérico tan apetitoso, se aprovecha todo, porque todo está bueno.
¿Era necesaria la publicidad engañosa?

jueves, 6 de noviembre de 2008

No sólo best-sellers

Michael Crichton
Inventó el tecno thriller, al que luego emigrarían muchos escritores de ciencia ficción, y ayudó con ello a popularizar ese género literario. Creó "Urgencias", una de las dos o tres mejores series televisivas de la historia y una de las causantes de la actual edad dorada del medio. Dirigió varias películas, entre ellas la inolvidable "Almas de metal", y, aunque sus últimas novelas adolecieran de los consabidos defectos del superventas, fue autor en años anteriores de otras absolutamente reivindicables. Defendió con valentía el derecho a discrepar de la versión mayoritaria, a riesgo de hacerse impopular, y siempre tuvo presente, en sus obras y opiniones, cuál ha sido y será el mayor valedor de la Humanidad.


"Durante mi vida, la ciencia ha cumplido largamente con su promesa. La ciencia ha sido la gran aventura intelectual de nuestra era, y una gran esperanza para nuestro problemático e inquieto mundo."
-Michael Crichton-


Muchos le seguiremos leyendo y, con ello, recordando.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Trilogía del Imperio, en C

Si se dejan caer ustedes por C, el hijo de Cyberdark, podrán acceder a todas las críticas que se han ido publicando durante estos meses pasados sobre libros de los que, por razones obvias, yo no he podido informarles. Además, podrán darle un repaso también a una lista que contiene las novelas consideradas por algunos de los colaboradores habituales de C como las mejores del pasado 2007, y que incluye además una breve reseña de todas ellas.
Ah, también podrán leer una crítica aparecida hoy, escrita sin mucho criterio por alguien cuyo estilo cada vez se parece más al mío. La Trilogía del Imperio, que es el libro reseñado, contiene el tríptico del mismo nombre escrito por Isaac Asimov. Se trata de una edición ómnibus que contiene las novelas Polvo de estrellas, Guijarro en el cielo y Las corrientes del espacio, y supongo que habrá sido acogida con gran regocijo por ese grupo de aficionados habitualmente quejicoso con el tema de los precios.

viernes, 31 de octubre de 2008

Historias de RNE. El monte de las ánimas

Mis padres me tenían por el "rarito" de la familia, así que pronto dejó de llamarles la atención que durante el mes de vacaciones estivales, mientras mis hermanos se dedicaban a vivir intensamente el pueblo, yo gastara casi todas mis horas en la lectura. Allá arriba, en la troje, al lado de unos enormes baúles viejos cuyo contenido jamás conocí, consumía todo el material del que me había hecho acopio en las últimas semanas de julio. Libros y tebeos, todos conseguidos a 5 pesetas la pieza en un par de desordenadas tiendas de intercambio, de esas que entonces abundaban y que después, al igual que los antiguos Billares, irían desapareciendo hasta su casi total extinción.
Me costaba cargar con el alijo, que solía ser de 3 ó 4 bolsas grandes, sobre todo porque en el auto-rés no me permitían meterlas en el compartimento de equipajes (eran bolsas compactas por el exceso, pero abiertas), y me veía obligado a cargarlas encima, un arduo trabajo que, sin embargo, merecía mucho la pena. Aunque todos los años lo administraba con buen criterio, el material siempre se agotaba unos pocos (e insufribles) días antes de volver a Madrid. Durante las tres primeras semanas de agosto, sin embargo, aquellos libros y tebeos alimentaban, casi en exclusiva, mis largos momentos de ocio diurno.
Pero no es de aquellos días de lo que quería hablarles, sino de aquellas noches. Jamás he vuelto a ver un cielo como aquél. Era una delicia echarse en la tumbona, a la puerta de casa, y contemplar simultáneamente el firmamento plagado de estrellas, y la calle, plagada de personas charlando, sentadas "a la fresca". Todos los días disfrutaba ese par de horas como un niño, oyendo conversaciones lejanas, viendo a mi madre y a mi abuela cenar sopas de leche a la vez que buscaba cometas en el cielo. Había, sin embargo, un día de la semana que prefería sobre todos los demás, una noche especial. No podría jurarlo, pero creo recordar que era la de los jueves. Esa noche, entre las 11 y las 12 (¿o era aún más tarde?) emitían una radionovela de ciencia ficción. La extinta Radio Juventud de Madrid, mi emisora favorita de entonces, no se cogía muy bien allí, a 150 kilómetros de distancia, y tenía que hacer virguerías para escucharla correctamente.
Era la época del boom de la FM, y de entre todas las emisoras, mi favorita sin duda era ésta. Por programas como Caminando, que provocó mi afición a las bandas sonoras de cine y la música new age, pero sobre todo por ese serial de los jueves, del que ya poco recuerdo. Había una nave inteligente, que tenía una voz femenina muy dulce, había una tripulación humana lanzada al otro lado del espacio a través de un extraño vórtice, como posteriormente le ocurriría al protagonista de la serie Farscape, y unos villanos alienígenas muy elusivos que tiranizaban sistemas solares e iban siempre por delante de los protagonistas humanos. El serial reunía un montón de referencias, desde Starlord a la saga galáctica de Lucas, música de El imperio contraataca incluída, pasando por las novelas de a duro. Y era, todo él, fascinante.


Más allá de unas pocas imágenes reconocibles del género (una ciudad bajo una cúpula gigante, un agujero negro de gran voracidad), no recuerdo gran cosa. Para ser sincero, ni siquiera sé si algunas escenas las fui poniendo yo con el tiempo o pertenecieron al serial. Éste concluyó una infausta noche, sin previo aviso, con la nave siendo engullida por el mismo vórtice que la había llevado hasta aquel lejano rincón de la galaxia. Desde ese último capítulo, los veranos en el pueblo perdieron una pequeña parte de su atractivo.
Busqué en la radio de aquellos años, entonces inmersa en el esplendor ufológico, algo similar. Los programas de Antonio José Alés, antecesor directo de los Sierra y Jiménez actuales, tenían su cosa, especialmente los "Alerta OVNI" veraniegos, pero no eran lo mismo. Más tarde, fui descubriendo programas de cierto interés, lecturas en el aire de cuentos enviados por los oyentes y cosas parecidas, pero sin mucha gracia. Hasta que, años después, a finales de los 90, una noche de domingo me di de bruces con Historias, el maravilloso programa dirigido por Juan José Plans.
Historias, emitido por Radio Nacional de España, no era un serial propiamente dicho. Había ocasiones en las que la narración se alargaba durante varios programas (La madriguera del Gusano Blanco, de Bram Stoker, ocupó nada menos que 10 domingos), pero habitualmente las narraciones comenzaban y concluían en la misma noche. La mayoría de ellas pertenecía al género de terror, frecuentemente decimonónico, pero también se ofrecían, tal como enunciaban en la presentación, historias de aventuras, suspense y ciencia ficción, junto con algunos especiales de temas diversos.
No era mi añorada serie, pero el espíritu sí era el mismo. Si eliminamos el elemento nostálgico, Historias era, de hecho, una producción bastante superior, puesto que el grueso de las narraciones, que tan bien sabían acompañar con inquietantes efectos de sonido, procedía de autores clásicos de la literatura universal. La dramatización solía ser de una calidad extraordinaria. Sesenta minutos después de la medianoche, a oscuras en la cama, siempre arropado, la frase de presentación y los primeros acordes de la sintonía, creación del maestro John Barry perteneciente a la película La gran ruta hacia China, preludiaban una hora de absoluto disfrute.
El programa sobrevivió varias temporadas, pero finalmente fue eliminado de la parrilla. En una época en la que proliferaban los programas dedicados a lo esotérico (extraño reflejo del pasado), la cadena de radio estatal decidía fulminar uno dedicado a la literatura universal de horror, así estaban las cosas. Por fortuna, en lo personal la suspensión del programa fue paliada en parte por la posibilidad de recuperar casi todas sus emisiones. No he logrado recabar dato alguno sobre aquel serial de ciencia ficción medio olvidado, pero la proximidad en el tiempo de Historias ha hecho posible no sólo que pueda acceder a toda la información del programa a través de varias webs, Wikipedia incluída, sino que también recupere la gran mayoría de sus capítulos.
Historias es un programa de obligado disfrute para cualquier amante de la literatura, especialmente de horror. En homenaje y agradecimiento a sus responsables directos (planificadores, escritores y, especialmente, actores), he sumado una nueva sección a las ya existentes en la columna derecha de la página. Se titula Esta noche, en Historias... , y a partir de hoy mismo ofrecerá la posibilidad, a todo aquel que aún no lo haya hecho, de escuchar uno a uno esos magníficos programas. Siendo la noche que es, era obligado empezar con El monte de las ánimas.
Feliz noche de difuntos.





miércoles, 22 de octubre de 2008

Arthur C. Clarke. El martillo de Dios y El fin de la infancia

De entre todos los acontecimientos y sucesos acaecidos en el mundo durante estos pasados meses de silencio (en lo particular, pronto haré un resumen de mis escasas lecturas y abortadas reseñas), el más significativo fue, si de ciencia ficción hablamos, el fallecimiento de sir Arthur Charles Clarke, que tuvo lugar el 19 de Marzo. Considerado por la mayoría de aficionados uno de los "Tres Grandes", fue en mi opinión el mayor de ellos, el que mejor supo conjugar buena escritura y grandes conceptos, y quien sin duda mejor supo explotar ese invaluable patrimonio del género denominado "sentido de la maravilla", tanto en sus novelas como en sus numerosos y extraordinarios cuentos. Clarke fue, para muchos lectores, un estandarte de esa literatura de ideas que algunos aficionados, en mi opinión equivocadamente, continúan aún propugnando como única definición válida del género.
Aunque sus primeras décadas como creador son incontestables, de los 80 en adelante la maestría del autor británico fue yendo a menos hasta caer en una sima de degeneración total. Sus últimas novelas en solitario (tras las cuales se limitó a poner sus ideas y su nombre en diversas colaboraciones) resultaron indignas para los lectores, a quienes se les hizo insoportable que el creador de obras maestras de la cf como El fin de la infancia, La ciudad y las estrellas o Cita con Rama pasara a parir fiascos como 3001: odisea final o El martillo de Dios.
A veces, el tiempo es justo con quien lo merece, así que es de suponer que dentro de unas décadas Clarke será recordado únicamente por sus grandes libros, quizás como el representante con mayor talento de la ciencia ficción clásica. Muchas de las imágenes imborrables de mi adolescencia proceden de la imaginación y el buen hacer de sir Clarke. Incluídas en narraciones hoy famosas, como "La estrella", o procedentes de historias menores, como la modesta "Paseo nocturno", parten de una sabia mezcla entre sentido de la maravilla y buen hacer narrativo. La fascinación por sus historias, elaboradas siempre con aguda inteligencia, fue crucial en mi formación como lector, hasta el punto de que, por muchos años, fue mi escritor de cf preferido.
Por ello, y ya que no pude en su momento, dejo aquí este pequeño homenaje, dos reseñas que escribí hace tiempo y que espero les ayuden a conocer, grosso modo, al autor en sus dos facetas, la menos buena y la irrepetible. He invertido deliberadamente el orden de creación de ambas con un deseo: que en su recuerdo prepondere la segunda.




Desde que el nombre de Arthur C. Clarke se popularizara mundialmente con la subida a los altares del inmortal filme de Stanley Kubrick "2001, una odisea del espacio", la carrera del venerable escritor ha dado alguna obra imprescindible al género, otras novelas de mediana consideración y, en los últimos años, algunos libros verdaderamente plúmbeos, como el inaceptable 3001, odisea final. Perdido en innecesarias continuaciones de éxitos pasados y colaboraciones con otros autores noveles, el británico ha pasado de ser una de las principales voces de la ciencia ficción a convertirse en un explotador de su, por otra parte, merecida fama.
Así, sus últimas obras resultan ser un compendio de predicciones científicas enmarcadas en historias carentes de profundidad o sentido de la maravilla alguno, que buscan más el camino del best seller que el del verdadero talento. En esta ocasión, la reedición en formato de bolsillo de El martillo de Dios, obra cuyo argumento parte de las primeras páginas de su éxito más señalado, Cita con Rama, nos permite comprobar de manera fehaciente lo anteriormente expuesto.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, Clarke se adelanta al cine con una novela basada en la posteriormente machacada historia de la colisión terrestre contra un asteroide. El enorme Kali amenaza con estrellarse en nuestro planeta, pero afortunadamente estamos preparados. Robert Singh, campeón de las primeras olimpiadas lunares, comanda una nave en dirección a la cercana amenaza con el objetivo de colocar un gigantesco impulsor de masas que desvíe la trayectoria del coloso. Sin embargo, el proyecto es saboteado por fanáticos religiosos, lo que obliga a buscar otras soluciones. Como aderezo de todo esto tenemos alimentos reciclados, programas de recuerdos virtuales, religiones aglutinadoras y la Ley de Murphy.
Con un estilo muy impersonal, el autor desarrolla, siempre por medio de la narración y de forma fría, un maremagno de futuros adelantos científicos que, sumados a unos personajes totalmente planos, intentan configurar sin éxito una buena historia. Lo que en realidad es una novela de apenas más de cien páginas se convierte mediante los numerosos espacios en blanco (cada página y media), la exigua longitud de los numerosos capítulos y, sobre todo, el tamaño de letra, en un libro de más de trescientas.
Si sumamos los ya habituales agradecimientos del autor -más de veinte páginas-, en los que siempre se dedica a recordarnos sus acertadas predicciones, a colar parte de otra de sus novelas (aquí reproduce completas las tres primeras páginas de Cita con Rama) o a sorprenderse de cuánto se parecen sus ideas a las de otros escritores y cineastas, tenemos como resultado un producto para pasar el rato, entretenido a cachos, de una insulsez notable, que no logra asentarse en la memoria más de dos días.
Esperemos tiempos mejores.


Las reediciones en formato de bolsillo, económicamente más asequible, suponen una excelente oportunidad para adquirir y revisitar aquellos clásicos que prestamos hace mucho tiempo y que nunca nos fueron devueltos. Cuando el clásico, además, es un Clarke de los 50, la gratificación suele estar asegurada. El fin de la infancia constituye una inmejorable ocasión para sumergirse en la cada vez menos frecuentada "literatura de ideas" a través de una obra en la que el fondo adquiere mayor importancia que la forma, a pesar de contar con un estilo en absoluto descuidado.
De popularizar su comienzo se han encargado décadas después la televisión y el cine. Al igual que en la serie de televisión "V" y la película "Independence Day", una raza alienígena dispone sus colosales naves espaciales sobre las principales ciudades del mundo. Avanzando por las páginas del libro, lo que pareciera en un principio una invasión se convierte en un misterioso tutelaje cuyo resultado final será una utopía en la que el ser humano, exorcizado de y por sus demonios, conocerá sus mejores días. Finalmente, al igual que en la obra de Theodore Sturgeon Más que humano, casualmente publicada un año antes (una constante en el maestro Clarke digna de estudio), serán los niños quienes protagonicen el siguiente salto evolutivo del Hombre, aportando de paso una segunda lectura verdaderamente escalofriante al título de la novela. El triunfo definitivo del nuevo y todopoderoso flautista hameliniano, registrado por el último hombre sobre la Tierra, constituye por única vez un falso final "no feliz" en el que el género humano consigue las estrellas, aunque a un precio difícil de digerir para el lector. El viejo orden debe morir para que el nuevo tome su lugar.
Aunque el desarrollo, ejecutado a través de unos personajes de escaso interés, no es nada espectacular, sí logra mantener la atención hasta el final, sostenido principalmente sobre el impredecible destino de la raza humana. La conclusión es sin duda lo que convierte a El fin de la infancia en una pieza fundamental de la ciencia ficción de todos los tiempos. Imaginativa, enorme en su planteamiento y sobre todo tajante, está impregnada de cierto lirismo y llama a la maravilla con vehemencia. Al cerrar el libro se tiene la inequívoca impresión de haber asistido a algo grande e importante.
Por encima de los diversos personajes y líneas argumentales que componen la historia, el verdadero espíritu de la novela se asienta sobre temas de mayor importancia. Arthur C. Clarke deja bien claro en esta novela que su bandera es el ateísmo. Señala con dedo acusador a la religión, la más común superstición del ser humano, como principal obstáculo para el avance de la especie, a la vez que propone a la ciencia como tabla salvadora de la humanidad, la cual no es más que un anónimo grano de arena sujeto a la irrevocabilidad de los grandes acontecimientos. Crecer es algo natural y ajeno a nuestras voluntades: el País de Nunca Jamás no existe.
Atacar a Arthur C. Clarke se ha convertido últimamente en deporte usual de los aficionados al género. Si bien es cierto que algunas de las últimas obras del genio británico alcanzan la categoría de infumables, de vez en cuando es muy recomendable volver a acercarse a sus obras fundamentales y percatarse de las razones que lo han colocado en la cima del género en la segunda mitad del siglo XX.



Ambas reseñas fueron publicadas originalmente en Bibliópolis, crítica en la Red.

lunes, 20 de octubre de 2008

Pellizcos

Yo soy incapaz de inventar una historia. Todo lo que escribo es montaje de cosas vividas, observadas, recordadas y agrupadas, luego, en un cuerpo coherente.

-Alejo Carpentier-


Hasta lo que se inventa se recuerda y es la materia con que funcionamos y trabajamos los escritores.

-Ray Loriga-

jueves, 16 de octubre de 2008

Miembre

Lo "criminal" del blurb anterior no estriba en la elección de Joyce Carol Oates como la mejor novelista americana del momento (si se sobrentiende que por América se refiere a EE. UU. y que, por tanto, las canadienses Alice Munro, por otra parte más cuentista que novelista, y Margaret Atwood quedan excluidas de la lucha). Lo que llama la atención en esta frase es el efecto que produce la errónea traducción. Eliminen ustedes el nombre de la escritora y calibren el resultado: "La Gran Novelista Americana es una mujer".
¿Y qué otra cosa podría ser? El artículo determinado y el adjetivo gentilicio ya lo dejan bien claro, así que el conjunto parece una cómica redundancia. La intención de la frase original era explotar un juego de palabras bastante simple. Los norteamericanos, tan dados a las etiquetas grandilocuentes, llevan décadas buscando la Gran Novela Americana, un libro de creación propia que esté a la altura de clásicos universales como El Quijote o el Ulises, pero que sea distintivo de su nación. De ese mismo palo es la denominación de Gran Novelista Americano, que en el inglés original mantiene el género neutro, hecho del cual parte el pretendido ingenio de la frase: "El Gran Novelista Americano es una mujer", seguido a continuación del nombre de la escritora.
Y de esa forma es, exactamente, como debería haberlo reflejado el traductor, pues en castellano ese neutro se expresa en forma masculina. Sin embargo, motivado tal vez por el pijoterismo semántico actual, el intérprete ha debido de sucumbir bien a la corrección política, bien al feminismo recalcitrante, y ha acabado realizando un trabajo incorrecto que, por otra parte, invita a realizar un par de reflexiones. La primera, cuya definición más exacta (pero irrecuperable) se la escuché hace años a mi amiga N, creadora del blog más peculiar de la Red, versa sobre los significados ocultos existentes en la necesidad de señalar o resaltar algo sólo (esto es lo importante) por tener origen femenino, y rara vez o nunca en su opuesto caso masculino. Hay montones de antologías, espectáculos o actividades cuyo elemento singular destacable es su procedencia o esencia femeninas. No ocurre así al revés. Jamás leeremos una frase neutra como la que nos ocupa que explote como reseñable el elemento masculino, algo como "The Great American Novelist is a man." Imposible.

La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo

Podría ofrecerles una conclusión sobre los motivos de todo esto, tras lo cuál sabrían de qué pie cojeo, pero me temo que se van a quedar con las ganas. Antes de sacar la suya propia, sumen al embrollo el detalle de que quienes resaltan esas clasificaciones, esa naturaleza femenina como algo digno de reseña y categorización, de hecho distintivo, son tanto hombres como mujeres.
La segunda reflexión, que viene a llover sobre mojado, va acerca de esas nada ocurrentes derivaciones femeninas que han empezado a proliferar sin ton ni son. Basta tener una mirada coherente y limpia de prejuicios para percatarse de que el intento de "feminizar" sustantivos es una medida sobrante y muy negativa para nuestra lengua. Este ejemplo es una prueba más del empobrecimiento al que se somete al lenguaje bajo la pretensión de una búsqueda de igualdad que no es tal. Ya no es sólo la obviedad de evitar agravios comparativos, ese "electricisto" o "novelisto", ese "juezo" que haría justicia a la feminización de un término que es, según el DRAE, "nombre común respecto al género".
Más allá de eso, digo, si volvemos la vista hacia nuestro ejemplo, observaremos una pérdida de uso del lenguaje, una frase inocentemente ingeniosa que pasaría a ser imposible de enunciar, a carecer de sentido si todo fuera, stricto sensu, masculino o femenino y, para no ofender a nadie, hubiera que expresarla tal como lo ha hecho el traductor. A menos que, siguiendo la lógica de acabar con los neutros masculinos, llegáramos hasta las últimas consecuencias y creáramos algunos de nuevo cuño, neutros de verdad. Así tendrían sentido frases como ésta: "El mejor miembre del Congreso es una mujer".
O, aún más correctamente, y haciendo caso a nuestro traductor: "Lo mejor miembre del Congreso es una mujer".

lunes, 13 de octubre de 2008

sábado, 11 de octubre de 2008

Manzana pocha

Los nombres peculiares raramente se olvidan. Esa es una de las razones por las que recuerdo a Orencio el tendero, aunque no la principal. Lo que quiero contarles ocurrió en mis años de E.G.B., durante los cursos correspondientes a 3º y 4º. Como cualquier niño de esa edad, siempre esperaba con impaciencia la hora del recreo, cuya duración era de sólo 30 minutos. Mi amigo David y yo siempre realizábamos la misma liturgia, a toda velocidad para que encajara en tan corto espacio de tiempo. El plan completo incluía fútbol o canicas, cambio de cromos, charla sobre acontecimientos televisivos y, antes que nada, el refrigerio matutino que todos conocíamos como "el bollo del recreo". Otros niños, para ganar tiempo o por costumbre, lo compraban en una bollería situada al lado del colegio, pero nosotros preferíamos correr un poco y gastar unos minutos de más en acercarnos a la tienda de ultramarinos de Orencio.
Aunque en la bollería de al lado también tenían Bonys y Tronkitos, el amable tendero nos ofrecía una ventaja difícil de rechazar, pues nos obsequiaba de vez en cuando con un par de manzanas, no sé si porque simplemente le caíamos bien o debido a que nos tenía esa simpatía natural que provocan los niños en muchos adultos. Dado el pequeño tamaño del bollo, la manzana era para nosotros como maná caído del cielo.
El día que había suerte, Orencio nos conducía entre estanterías metálicas repletas de frascos hasta un grupo de cajas llenas de manzanas. En cada una de las cajas figuraban precios distintos, y él, he aquí lo reseñable, siempre metía su mano en la de las más caras, las que más lustre tenían. "¿Qué preferís, éstas o las pochas?", nos preguntaba con su vozarrón, mientras reía y señalaba hacia una caja repleta de manzanas paupérrimas, llenas de manchas y mucho más baratas. A continuación, sin esperar respuesta, nos daba las dos mejores manzanas que tenía, nos cobraba sólo los dos bollos y se despedía con una sonrisa y un "hasta mañana". Orencio no conocía términos medios, y sabía que un regalo es algo que ha de hacerse plenamente, de corazón, pues si no, no es un regalo, sino más bien lo contrario.
Guardo un grato recuerdo de aquel tendero y de aquellas manzanas. Sería bonito decirles que sabían mejor que cualquier otra que yo haya probado después, pero lo cierto es que ya no lo recuerdo. Ni recuerdo su sabor ni recuerdo su color, pero sí el detalle. Eso es lo que cuenta. A las personas nos encantan los regalos, recibir cosas gratis, sin más. En un mundo en el que el dinero se ha convertido en medidor y balanza de nuestros esfuerzos, cualquier objeto conseguido sin intervención pecunial, pero honradamente, nos emociona. Por lo que significa, porque o bien es fruto de un regalo o bien de un reconocimiento a nuestros méritos. Son las razones tras el regalo lo que realmente importa, y la representación de ellas en que se transfigura el objeto.
Los bibliómanos, por ejemplo, le damos mucha importancia a los libros. Guardan, para nosotros, un valor reverencial. Al fin y al cabo, se trata de puñados de cultura empaquetados, así que hasta es lógico pensar así. Aunque, seamos sinceros, no es esa la principal causa por la que los adoramos. La causa es más bien algo indefinible, que guarda más relación a nivel mental con el carácter obsesivo del pobre y universal Gollum que con otros valores más dignos.
Cuando, ya hace años, comencé a escribir reseñas para revistas y webs de género fantástico lo hice por pura afición, así que comprendí y asumí enseguida que no iba a ser una labor bien remunerada. Y sin embargo, me equivoqué, pues de algún modo sí que lo era. Descubrí que algunas editoriales te enviaban, sin cargo alguno, los libros que ibas a reseñar, bajo la denominación de "servicio de prensa". Para un enamorado de los libros, eso era incluso mejor que el dinero, y te animaba a realizar de forma aún más comprometida tu labor. A pesar de que se trataba de un intercambio interesado, yo lo tomé como un regalo.
Con el rodar de los años, he tenido bastante suerte y he llegado a escribir las críticas de libros muy distintos para diferentes medios, y durante todo este tiempo me he encontrado a ambos lados de la balanza. He reseñado por gusto muchos libros y por obligación otros tantos; he tenido que costear bastantes, pero también he recibido muchos gratis; incluso he recibido otros de más, como gratificación o por críticas que por distintos motivos no acabé escribiendo. En contadas ocasiones, hasta me han dado ambas cosas, dinero y libro, a cambio del texto.
A lo largo de estos años, no he tenido problemas con la integridad del servicio de prensa recibido. Me refiero a que la fisonomía del libro era la normal, la misma que la de sus congéneres en venta. Sólo en un par de ocasiones encontré alguna mácula: una marca poco distinguible en el lomo, cierta asimetría en el corte de las hojas..., nada, en fin, que llamara la atención de alguien menos picajoso. Eran libros normales, indistinguibles de los demás una vez colocados en su estantería. Han pasado muchos libros en perfecto estado por mis manos, pero al fin me he topado con la desagradable excepción.
Esa excepción, que he recibido y leído recientemente, ha resultado ser poco menos que una desgracia en celulosa. No sólo contiene páginas rotas, sino que hasta tres veces cuenta con saltos de numeración imprevistos, páginas correlativas cuya diferencia numérica es de más de 20 cifras. Es un libro inservible, tanto que no puede tratarse de una casualidad. Es imposible que este pobre engendro haya formado parte alguna vez de un montón de libros sanos. El shock ha sido tan fuerte que, en plena fiebre imaginativa, casi he podido ver, de forma difusa, cómo una persona cogía el libro de un palé lleno de volúmenes defectuosos, un lote mal fabricado destinado a la eliminación pero recuperado con sevicia para su uso como servicio de prensa. Hasta he oído una voz irónica, proveniente del rostro sin facciones de quien asía el libro: "Bueno, al fin y al cabo le sale gratis, ¿no? ¿Qué más quiere?"
Es el primer libro que reseño para esa editorial, y eso alimenta más aún la alucinatoria imagen. Para alguien menos comprometido que quien esto escribe, tal actitud podría ser motivo suficiente para la venganza, para devolver la displicencia con que fue elegido el libro con una crítica de igual signo. Pero el autor no tiene la culpa, y a mí, más que rencor, lo que me provoca realmente son recuerdos, recuerdos de Orencio y su honestidad. Imagínense que aquel lejano primer día que entramos en su tienda nos hubiera regalado un par de manzanas, pero que, al contrario de cómo ocurrió en realidad, hubiera metido las manos, con toda intención, en la caja de "las pochas".
¿Creen ustedes que habríamos vuelto a la tienda?