domingo, 28 de diciembre de 2008

El fin de Hyperion

La reseña que rescato hoy procede de tiempos más alegres, tiempos que ahora se me antojan muy lejanos. Era época de bonanzas; el precio de los pisos sólo se había doblado, los primeros inmigrantes anunciaban una futura oleada de mano de obra barata y la televisiva Tamara, que luego se vería obligada a cambiar su nombre artístico, se instituía en paradigma y epítome del famoseo carroña al triunfar con una cosa musical titulada "No cambié".
También eran tiempos más felices para el fandom. Había varias revistas dedicadas al género de ciencia ficción, numerosas webs de contenidos y otras tantas de contacto entre aficionados. La interrelación fluía caudalosamente y el ánimo general estaba por las nubes. Pero sobre todo, imperaba el buen humor; había eso que se denomina buen rollo. Todo ha cambiado, no me pregunten por qué. Si me pongo, si hago un esfuerzo mental, se me ocurren muchas causas. O ninguna. Quizás es que ahora somos más viejos, quizás el humor, como tantas y tantas cosas, se acabe yendo con la edad por el desagüe. O quizás es que la vida se complica, y nos resta el ánimo que empleábamos en todas aquellas cosas.


Con cierta frecuencia suele darse el caso de escritores que, fascinados por la cultura y las gentes de un país recientemente visitado, no pueden evitar dedicarle de manera soterrada su siguiente obra. Lo que ya resulta algo más extraño es que esta rendición influenciada tenga lugar en los dominios de nuestro amado género, más aún si de lo que tratamos es de la exitosa conclusión de la serie más importante que ha dado la ciencia ficción a lo largo de su historia.
Si bien es cierto que The Crook Factory, una ucronía situada en Cuba y protagonizada por Ernest Hemingway, adelantaba ya una pista sobre las nuevas inquietudes del escritor norteamericano, nadie podría haber sospechado que, tras viajar a España, Simmons quedaría tan marcado por nuestra tierra que terminaría salpicando el cierre definitivo de los Cantos de Hyperion con múltiples referencias ibéricas. Teniendo en cuenta que la crítica ha considerado esta última novela como su mejor trabajo, podemos sentirnos todos orgullosos.
Aunque pudiera parecer que al término de El ascenso de Endymion todo quedaba bien cerrado y sin posibilidades de continuación, la maestría de Simmons ha vuelto a demostrar que allá donde reside el verdadero talento, mejorar la perfección no es un objetivo imposible. Sin trucos, sin artificios extraños o que pudieran pelearse con la coherencia interna de la serie, el autor, gracias a una idea breve pero de enormes implicaciones (Aenea mintió), logra situarnos de nuevo en medio de una vorágine de acción, intriga y "sense of wonder" que no sólo refuerza lo expuesto en la tetralogía original, sino que se presenta como la lógica e inevitable conclusión.
Han transcurrido 2001 años desde la muerte de Aenea, y NeoPax ofrece a una Humanidad sin cruciformes el don reciclado de la libreyección. La tranquilidad es rota por una aparición apocalíptica, el Miurón, una presencia zaina que roba el alma de los humanos mediante el terrible sistema de Empitonamiento Múltiple Simultaneo (EMS). Mientras NeoPax envía al religioso De Franco, único ser en la galaxia poseedor de un Supercruciforme de Resurrección Inmediata (CRI), las Tumbas de Tiempo se abren de nuevo. De ellas sale el hijo de Aenea y Endymion, a quien las profecías presumen con poderes místicos y denominan como el Bulfaiter. Ayudado por la vieja alfombra voladora de su padre, el Bulfaiter descubrirá una conspiración de inenarrables proporciones: su madre mintió, el Vacío Que Vincula (VQV) no existe y los responsables de enviar al Miurón son los Osos, Tigres y Leones (OTL) en alianza con el TecnoNúcleo, que insospechadamente aun pervive en las notas del último hit galáctico, I didn't change. El punto culminante tiene lugar en un perdido planeta en el que confluyen, en las escenas de acción más salvajes que jamás se hayan escrito, el Miurón, el Bulfaiter y el padre De Franco.
Como no soy de esos odiosos críticos que para reseñar cuentan toda la novela, no contaré el final, en el que el Alcaudón aparece y se despacha a gusto, exterminando a los tres contendientes, tras lo cual viaja al pasado donde acaba con la vida de los pequeños Aenea y Endymion, borrando así de la historia el tercer y cuarto libro de la saga, y tras lo cual se jauntea hasta Hyperion, donde después de acabar con chinches, insectores y un adolescente disfrazado de Portavoz de los Muertos, acude a las Tumbas de Tiempo. Allí la imagen de Hari Seldon le somete a un largo discurso sobre lo que le espera, con la intención oculta de que deponga su violenta actitud. Las últimas páginas del libro gozan de una carga emocional nunca experimentada con anterioridad por quien esto escribe: el Alcaudón se quita la máscara, tras la que aparece el rostro cansado del viejo poeta Silenus, héroe central y definitivo de toda la saga.
Aunque en la trama apenas se vislumbre la influencia española de la que hablaba, es en los detalles donde reside el claro homenaje a nuestro país. Hechos como que los personajes consuman en sus largos viajes tortilla de patatas o jamón de Jabugo; las maniobras con la alfombra voladora con las que el Bulfaiter se defiende ante el Miurón, componiendo magistrales Manoletinas, Verónicas y Naturales (MVN); el discurso en inglés antiguo del padre De Franco o incluso el nombre del planeta en el que se desencadena el enfrentamiento decisivo, The Sellings II, marcan con saña decisiva muescas rojigualdas en esta obra maestra.
La acción, el terror, la metafísica, la religión, el amor y lo cañí se conjugan en esta novela inconmensurable, cumbre desde ya mismo de la iconografía literaria y ejemplo de arte irrepetible en el género de ciencia ficción. Sin duda el mejor libro de los últimos tres días.
Un gran comienzo para una nueva editorial que aparece con fuerza en el panorama español, compitiendo en calidad, precio y presentación con los gigantes nacionales.





Reseña publicada anteriormente en Biliópolis, crítica sin red.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Listas

La capacidad comparativa es una de las herramientas más utilizadas por la mente humana. Recurrimos a ella continuamente, para comprender el mundo, para valorarlo y catalogarlo. A poco que analicemos los métodos con los que hacemos llegar nuestro punto de vista al prójimo, habremos de admitir que no existe un recurso más potente que la utilización de un ejemplo. El ejercicio de contraposición, en apoyo o denuesto según venga al caso, facilita la elaboración de conclusiones válidas respecto a las cualidades del objeto ponderado, sea éste material o conceptual. Fenómenos tan populares como los premios o las listas parten de esa necesidad humana de comparar. Cierto es que hay muchas personas a las que les desagrada el supuesto aspecto competitivo que rodea a ambos (Rafael Marín reniega de lo que él considera "carreras de caballos"; Javier Marías, aun con cierto tono humorístico, habla de vejación), pero es indudable que, acto seguido de su anuncio, tanto las listas como los premios consiguen, casi siempre, levantar una notable expectación.
Diciembre es un mes propicio para las valoraciones, para resumir de forma jerárquica lo que ha dado de sí el año en diversas materias. La mundialmente famosa revista Time, por ejemplo, publica siempre por estas fechas una lista con aquello que ha constituido, en su opinión, el top ten anual en diversas categorías. Estas van desde lo usual (por ejemplo, "Películas") hasta lo peregrino ("Meteduras de pata en la campaña electoral"). Si tenemos en cuenta su fuerte carácter autóctono, esta lista adquiere un gran valor como referente del sentir norteamericano en cuestiones de gran interés. Hace tres años que la sigo con la sana curiosidad de conocer qué se cuece al otro lado del Atlántico, para estar al día en algunas de las categorías y para comparar el contenido de otras con mis propias opiniones. Y, qué diablos, para practicar uno de mis mayores vicios: la procrastinación.
Curioseando a través de los numerosos enlaces, me regocijan, primero, las calificaciones dadas en algunas categorías que no tienen mucho que ver con el tema que trato en este blog, o al menos no directamente. Son asuntos de importancia dispar, que afectan con intensidades distintas mi sensibilidad. Por ejemplo: la presencia en sus correspondientes números uno de Wall-E, una auténtica maravilla de la ciencia ficción cinematográfica, y de La constante, el laberíntico y maravilloso episodio perteneciente a "Perdidos", a mi parecer la mejor serie de la televisión actual (o de siempre); el segundo puesto que otorgan a la victoria en Wimbledon de Rafael Nadal en el denominado "partido de todos los tiempos", o, sin salir del deporte, el reconocimiento de la gesta española en la Eurocopa por parte de un país que no admira el fútbol; todos y cada uno de los momentos olímpicos, cuyo simple recuerdo me emociona (Bolt, Phelps, Isinbayeva, la final de baloncesto, por no hablar de la ceremonia inaugural), que demuestran que las Olimpiadas son, seguramente, la más grande manifestación en vivo del espíritu humano. Todos ellos, y cada uno, calibran el grado de conexión entre mi percepción de lo remarcable y la de los demás.
Pero olvidémonos pronto de lo anterior, cuya única utilidad es personal. En lo que atañe a este blog, es decir, en aquello que tiene que ver con la literatura y el género fantástico, cabe destacar, de inicio, una insustancial anécdota. La categoría de no ficción está encabezada por The Forever War, ensayo de Dexter Filkins que analiza el papel de EE. UU. en las dos guerras en las que se ha visto envuelto recientemente, y que, como pueden imaginarse, no comparte mas que el título con cierta obra maestra de la cf. En cuanto a la categoría de ficción, John Updike cierra el top ten con la secuela de Las brujas de Eastwick, ahora viudas, precedido por Neil Gaiman y su The Graveyard Book. El cuarto puesto supone para mí una sorpresa, ya que si bien es un hecho que la crítica y el público lector han aceptado finalmente la integración de la cf limítrofe en la generalidad, es más raro comprobar que también lo hace con la parte del género más complicada. Las noticias que me han llegado de Anathem, de Neal Stephenson, me hacen sospechar que se trata de un libro de complejidad mayúscula, integrado en la parte hard del género, esa cuya lectura exige una cierta especialización. Y sin embargo, ahí está, como cuarto libro de ficción del año.
La campanada de la lista la da el difunto Roberto Bolaño, o más bien su obra póstuma, 2666. Oprah Winfrey no es sólo el personaje televisivo estadounidense más popular y que más cobra, sino también el más influyente. Sus consejos literarios ayudaron, y mucho, a que La carretera, del maestro Cormac McCarthy, fuera allí el libro del año en 2006. La apuesta de la presentadora por el chileno ha ayudado a encumbrarlo hasta la cima del mercado estadounidense. El olfato de Oprah para la buena literatura parece ser tan fino como su indiscutible talento para el espectáculo. Tengo que confesar que aún no he leído la ciclópea novela de Bolaño (quien quiera una opinión cualificada, que le eche un ojo, por ponerles un ejemplo norteamericano, a lo escrito por Jonathan Lethem en The New York Times), pero sin haberlo hecho, hay algo en torno a ella que me conmueve.
2666 consta de cinco partes, en realidad cinco libros que acaban por conformar un conjunto que cobra todo su sentido, parece ser que inmenso, al ser considerado en su totalidad. El autor, viendo cercana su muerte, decidió que el sustento de los suyos era más importante que la fidelidad a su obra, y dejó ordenada la salida al mercado en cinco partes. Y he aquí lo inaudito. Sus herederos, en connivencia con Jorge Herralde, su editor, decidieron que la obra era más importante que la ganancia pecuniaria, y así 2666 vio la luz casi como la había imaginado su autor. Digo casi porque, desgraciadamente, no logró concluirla del todo. Gran parte de su éxito, primero en castellano y ahora en inglés, se debe a esa edición unitaria.
Si son ustedes aficionados al fantástico, tendrán ahora mismo dibujada en el rostro una tímida y cínica sonrisa de reconocimiento. Si aún queda alguien que ignore el asunto, sepan que casi todas las novelas del anteriormente citado Neal Stephenson fueron divididas arbitrariamente en dos o tres volúmenes por la editorial encargada de publicarlas en España. Así, una novela fue dividida en tres, y una serie posterior, que originalmente constaba de tres libros, se acabó publicando en -ya no estoy muy seguro- ocho o nueve. Eso quiere decir que el aficionado español que quiso leer la obra completa tuvo que pagar el triple que un norteamericano, y que el autor vio cómo su creación, pensada unitariamente, era sajada en pro de mayores beneficios. Ahora contemplo el éxito de 2666, del gran Roberto Bolaño, y pienso que a veces, sólo a veces, las cosas son como deberían ser.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

El regalo

Con el deseo de que vivan ustedes con la mayor felicidad el período navideño, les dejo esta pequeña joya de Ray Bradbury. Soy consciente del tema de los derechos, pero estoy seguro de que no se nos va a enfadadar (él al menos). Si les gusta el relato, pueden conseguirlo comprando Remedio para melancólicos, una de sus primeras y maravillosas colecciones de cuentos.


El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.




Texto extraído de Ciudad Seva.

martes, 9 de diciembre de 2008

Desinformando, que es gerundio

Podría dedicarle páginas y páginas al asunto y sus derivaciones. No al hecho noticiado, sino a todo lo que evidencia este tipo de lamentables errores informativos. Pero prefiero ser breve. Todo está dicho, y síntomas como el que denuncio en esta entrada son cada vez más numerosos y dificiles de erradicar. Las causas y las consecuencias, a poco que se piense, dejan un poso de incomodidad, de desasosiego por el futuro. La sociedad ha cambiado gracias al libre acceso a la información, pero el coste exigido por esa Forrest J. Ackermanlibertad, por esa inmediatez, se ha pagado con el descenso de su calidad. Preocupante, pues la información, hoy en día y cada vez más, se postula como el auténtico motor de nuestra civilización.
El pasado jueves falleció Forrest J. Ackerman. De él no puedo decir gran cosa, sólo que, cuando pienso en el término friki, es su imagen la que aparece en mi cabeza. Personalmente, hay pocas cosas por las que pueda recordarle; alguna antología leída en mi juventud, algún artículo interesante y unas pocas historias de Vampirella que, creo recordar, venían en el Vampus. Y sin embargo, pese a su escasa fama como escritor de relatos, y sin novelas en su haber, Ackerman quizás haya sido uno de los mayores impulsores de la ciencia ficción como fenómeno popular. Interesado siempre por el género, eterno aficionado, agente y antologista, fue un claro precursor del fandomita moderno (o de lo que éste querría llegar a ser una vez reconocida su incapacidad como escritor). De la labor de su vida, sin embargo, sólo parece haber trascendido la parafernalia. Como prueba, ahí están los obituarios recientes, en los que los elementos destacados son su frikismo y la invención de una abreviatura.
Se me hace particularmente triste este último detalle. Si lo trasladamos a nuestra lengua, sería como anunciar, pesarosos, que ha muerto el inventor del término "cifi", descubrimiento de enorme mérito. Es cierto que el término sci-fi se ha llegado a usar mucho posteriormente para referirse a determinado tipo de ciencia ficción, tanto que en su día llegó a ser denostado e intercambiado por el aún más corto sf. Pero, sinceramente, creo que Ackerman debería ser reconocido (y aquí me incluyo como ignorante) por cosas mucho más reivindicables, mucho más importantes que la creación de una simple palabra o el amor a unos ropajes y muñecos (por más que le pese a George Lucas).
Decía que se me hace triste el detalle, pero aún me sienta peor, se me hace insoportable cómo ese detalle ha sido reproducido por parte de la prensa española. Un vergonzoso error, repetido por varios medios, se convierte en una monumental cagada (perdón por la explicitud) en el diario El Mundo, que lo enarbola como titular: Forrest Ackerman, el inventor del término 'ciencia ficción'. En realidad, la concepción del término "ciencia ficción", en inglés science fiction, proviene de finales de los años 20, pura evolución del scientifiction inventado por Hugo Gernsback pocos años antes. Lo que Ackerman se sacó de la manga en 1954, fue, como ya adelanté unas líneas más arriba, un ingenioso y después muy popular apócope, sci-fi, a imagen y semejanza del hi-fi que, según contaba él mismo, había oído en un anuncio radiofónico cuando conducía. Cosa que, por otra parte, viene explicada dentro del mismo artículo.
El proceso que ha desembocado en este garrafal error es sangrante, y fácil de imaginar. Fácil de imaginar casi en su totalidad: la llegada de la nota de Reuters a la redacción, el pobrecito becario al que eso de contrastar le suena a chino, el salto lógico de sci-fi a science fiction...; sí, ese "salto lógico" quizás sea lo más inquietante de todo este proceso, esa mente detras de la transformación. No sé, yo escribo un sencillo blog, que leen sólo unas decenas de personas, e intento documentar cada cosa que pueda ocultar trampas, asegurarme de que no meto la pata. Se me hace difícil aceptar que quien escribe para millones pueda no hacer lo mismo. Por otra parte, me pregunto qué tipo de filtro pasan los textos, si son sometidos a una revisión de contenido, y sobre todo, cómo puede el artículo estar ahí todavía, colgado con su erróneo titular, días y días después.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Lecturas abandonadas


Acabo de dejar a medias un libro. ¿La razón? Pasado ya su ecuador, me he dado cuenta de que no me interesaba, que más bien me aburría lo que en él se narra. Contiene elementos atractivos, y algún momento aislado especialmente brillante, pero en general, es como si a la historia le faltara vida, ese algo innominado que alimenta el ánimo por la lectura, llamémoslo alma. ¿Dónde está el defecto, la pretendida carencia? No en la prosa, ni en los personajes, ni en las situaciones. Quizás haya que buscarlo en los dominios de lo intangible, en aquello que otorga una finalidad a todos esos elementos. El conjunto no emociona, no motiva. No sé hacia dónde se dirige, y, al contrario que en casos similares, no me ilusiona saberlo. Así pues, abandono.
Recuerdo que hubo un tiempo ("cuando era más joven", diría Sabina) en el que me era imposible dejar un libro a medias. Había algo patológico, incluso, en aquella negativa. Si lo había empezado, tenía que acabarlo. No por las razones que cabría esperar, como un posible remonte de su interés, o el desvelo de las cuestiones pendientes, sino por un mal entendido sentido del deber. Como si realizar la lectura completa fuese un acto de obligado cumplimiento.
Los años han pasado, me queda menos para el final. Recorro con la vista mi creciente biblioteca y soy dolorosamente consciente de que jamás lograré leer ni la tercera parte de su contenido. Y eso es terrible. Sobre todo, porque en ella aguarda un gran número de obras maestras con las que no podré emocionarme jamás debido a la falta de tiempo. Un libro es producto del talento y, principalmente, el trabajo aplicados por su autor. En él ha invertido montones de horas y esfuerzo, y por lo tanto, se le debería guardar un respeto. Es cierto, pero esa cuestión de respeto debe extenderse a todo su gremio. El tiempo que uno invierte en acabar un libro que le desagrada, generalmente mayor al de una lectura que complace, es tiempo robado a las creaciones de otros autores que quizás merezcan más nuestro esfuerzo, un caso sencillo de agravio comparativo.
Pero no nos desviemos. Al margen de tan válida excusa, el motivo principal para abandonar un libro, sea cual sea la página en la que uno se encuentre, no es otro que la propia finitud, el escaso tiempo de vida. Conozco a varias personas cuyo concepto de la lectura es el de la pura diversión, un producto de entretenimiento que, si aburre, se ha de dejar sin contemplación El mar de todos los muertos, de Javier Argüelloninguna, como cualquier otro producto excretado por la vigente cultura del ocio. No es mi caso. Quien me conozca podrá suponer, acertadamente, que lo he intentado, que lo he intentado con denuedo. Muchas son las veces que esa insistencia me ha procurado una gran satisfacción final, pero la experiencia ha hecho que reconozca, cada vez con mayor facilidad, cuándo el esfuerzo no tendrá recompensa. Así que, lo lamento, Javier, pero cierro tu libro para poder abrir otro.
El tiempo es oro. Prefiero que me consideren un maleducado cuando la alternativa es actuar de forma estúpida.