martes, 18 de agosto de 2009

Christopher Priest. El último día de la guerra

Con algunos autores, aquellos a los que el lector profesa una cierta devoción, la espera es un martirio. Han pasado más de cinco años sin poder leer nada del genial Christopher Priest, y la verdad, uno echa de menos el ingenio y el talento siempre presentes en sus (meta)narraciones. Escribí la reseña que viene a continuación, que en su día titulé Magistral juego de espejos, tras leer la que, aún a fecha de hoy, sigue siendo su última novela.



Llega un momento en el que algunos escritores, dominados por una extraña obsesión temática y estilística, dirigen sus pasos hacia un determinado nirvana literario. Una vez alcanzado, se acomodan en él y se imponen la tarea de perfeccionar, obra tras obra, su particular espacio narrativo, atacándolo desde distintos frentes. Si nos ceñimos a nuestro género, la ciencia ficción, habría que citar a ilustres escritores como William Gibson, Philip K. Dick o James Ballard. Y sin duda, a Christopher Priest, autor originario -cómo no- de la New Wave, quien repitiendo esquemas desde diferentes enfoques ha ido creciendo literariamente hasta llegar a El último día de la guerra, si no su novela más redonda, sí en la que mejor ha sabido plasmar su idiosincrasia narrativa.
Priest siempre se ha declarado admirador de la obra de Jorge Luis Borges, pero aunque la influencia directa del argentino es notoria en algunas de sus narraciones, es más reseñable el efecto orientativo que ha tenido en su obra. Priest ha hecho derivar su narrativa hacia un terreno literario ya transitado, hace bastantes años, por Adolfo Bioy Casares, otro grande de la literatura rebajado equivocadamente por algunos a simple epígono borgiano. Un claro ejemplo es el maravilloso cuento “Un verano infinito”, que en los ochenta marcaría para Priest el inicio de un camino sin retorno hacia una voz propia, y que parece una escena sustraída de La invención de Morel, sin duda la obra cumbre del bonaerense. Ha llovido bastante, y la narrativa de Priest, en plena madurez, conserva aún evidentes paralelismos con la creada por el argentino. Sus historias se acercan más a una suerte de realismo fantástico que al género de ciencia ficción. Narrativamente, le pueden más sus personajes que el escenario, aunque como a Bioy Casares, no le importa finiquitarlos, ya sea de manera trágica o exiliándolos a un limbo indefinido. El mayor punto de entendimiento entre ambos escritores se encuentra, sin duda, en su afán por la repetición, en su obsesión por el indiscernimiento entre lo real y lo ficticio, el original y la copia. En este libro tienen una clara muestra de ello: quien haya quedado fascinado con el enigma aéreo que bifurca El último día de la guerra encontrará en “La trama celeste”, irrepetible cuento de Bioy Casares, motivos para el reconocimiento y el asombro.
La novela que nos ocupa reúne los hallazgos de las anteriores obras de Priest. Los mismos acontecimientos son atestiguados desde distintos puntos de vista. La diferencia de versiones crea realidades distintas, o mejor dicho, sólo las crea si el lector así lo decide, pues el diálogo que Priest establece con él va más allá de los caminos habituales que sigue una novela. Por un lado, tenemos la realidad conocida por todos; por el otro, una intención de realidad que, en un intento de concretarse, se cruza con la vigencia creando un juego literario en el que el lector no es un elemento pasivo, pues, siempre en la cuerda floja, ha de sumar y decidir qué partes pertenecen a qué, y finalmente ser testigo externo del resultado final implícito en la construcción, no en lo que se narra.
El último día de la guerra no es una ucronía, es una novela de género bélico que desgrana un cruce de realidades alternativas basadas en dos testimonios disociados. En ese elemento bélico se encuentran las causas de que la novela no sea redonda. El exceso descriptivo con el que Priest alarga las misiones de bombardeo quizá responda a un deseo del autor por remarcar, gracias al aporte de una documentalidad exhaustiva, la línea perteneciente a nuestra realidad, pero lo cierto es que perjudica notablemente el ritmo de la narración, que hasta bien entrado el libro se hace tediosa. Luego, la magnitud del resultado que arroja el juego posterior hace olvidar ese trabajo de lectura inicial.
La novela no es una ucronía porque no responde exclusivamente al consabido what if, sino que (y en esto recuerda a la espléndida El coleccionista de sellos, de Cesar Mallorquí) juega a alternar posibilidades distintas, en este caso con tanta maestría que pudiera parecer que se mezclan, aunque nunca sea así (más bien al contrario, pues las pocas veces que está a punto de ocurrir esa fusión, finalizan bruscamente). En el trasfondo pervive una historia sencilla, el sueño optimista de un hombre bueno que busca instituirse en realidad, y al que sólo la presencia de un tercer personaje -que las leyes de la lógica narrativa invalidarían de no ser precisamente él quien convalida el juego propuesto- concede un atisbo de posibilidad. Para lograr hacer factible el ejercicio metaliterario, Priest tira del mismo arsenal utilizado otras veces: saltos en el tiempo, notas insertas, párrafos de diarios, tiempos verbales distintos… Con estos artificios busca, como en anteriores obras, trascender la norma narrativa, pues le importa más la historia a desarrollar que la linealidad, algo que no por repetido resulta menos fascinante.
La historia biforme de los gemelos Sawyer en la segunda gran guerra, descrita con un estilo narrativo brillante y beneficiada además por el factor autóctono del argumento, supuso para el autor la consecución de los premios Arthur C. Clarke y British Science Fiction, por encima, incluso, de obras maestras como Luz, de M. John Harrison. De la edición española, a cargo de la editorial Minotauro, cabe señalar que a pesar de su excelente presentación en tapa dura y correcta traducción, existen un par de detalles negativos. Puede ser mojigatería el referirme a la escasa fijación de los adornos dorados de la sobrecubierta, que acaban pegados a los dedos, pero sin duda no lo es señalar el enorme desacierto (que desgraciadamente comienza a ser usual) en el cambio del título, cuyo original, The Separation, aparte de ser en su brevedad uno de los sellos de marca del autor, es en esta ocasión tremendamente significativo.


La versión original de esta reseña fue publicada en el nº 39 de la revista Gigamesh.

lunes, 17 de agosto de 2009

Pellizcos


Me entristece, porque hace unos cinco años hubo un boom de novelas elegantes, extrañamente literarias, que jugaban con el tiempo: la novela de Niffenegger era una de ellas, y Las confesiones de Max Tivoli, de Andrew Sean Greer, otra. Y ahora nos llega la versión cinematográfica de aquel boom, con La mujer del viajero en el tiempo y Benjamin Button (que parece una adaptación de Max Tivoli, aunque oficialmente no lo fuese). Estas películas son como versiones chick-flick de G. I. Joe - personajes unidimensionales, cursis, simples e inmaduros.


-Charlie Jane Anders-

sábado, 1 de agosto de 2009

Adulteración

Según el DRAE:

adulterar.
(Del lat. adulterāre).
1. tr. Viciar, falsificar algo. U. t. c. prnl.


Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg LarssonTuve recientemente la suerte de compartir mesa con el escritor Eduardo Vaquerizo. Entre chuletones y buen vino, nos contaba lo difícil que había sido encontrar un título adecuado para su siguiente novela, la esperada continuación de Danza de tinieblas, una reconocida y multipremiada ucronía que pudimos disfrutar hace ya más de tres años. Si bien nos dijo que ya tenía el título decidido, me fue imposible callarme la tonta gracieta que acababa de inventar. No recuerdo cuál fue mi proposición de título exacta, pero para que se hagan una idea del chiste, debió de ser una cosa parecida a "El cabo de alguaciles que jugaba con antorchas delante del inquisidor". O algo así.
Ahora que se ha puesto de moda la trilogía Millenium escrita por el sueco (y ahora difunto) Stieg Larsson. Ahora que se ha puesto, de hecho, tan, tan de moda que ha llegado a acaparar el espacio de las librerías, a invadirlo casi por completo. En estos momentos de Milleniunmanía, digo, es bueno recordar la adulteración a la que han sido sometidos los títulos de las tres novelas que forman parte de la trilogía, que siendo parte importante de la obra en sí, extiende ese denigrante acto hasta su conjunto. En estos dos enlaces, correspondientes a sendos textos de distinta autoría, publicados en la versión digital del diario El País, queda clara la naturaleza de la adulteración:

Francisco Hidalgo

Javier Ocaña

Por si la vagancia estival les supera, permítanme resaltar, a modo de resumen, un par de párrafos bastante elocuentes:

F.H.: En los tres casos se ha sustituido el título original, claro y contundente, por otro confuso y enrevesado -o sencillamente absurdo, en el caso del tercer libro-. Y los tres, en cambio, son una torpe traducción literal de las versiones francesas.

J. O.: (...) la traducción de estas novelas por parte de Juan José Ortega Román y Martin Lexell se ha realizado directamente del sueco, y sólo para los títulos la editorial ha preferido basarse en el francés, presumiblemente siguiendo criterios comerciales.


Es decir, una adulteración de parte de la obra, de la obra en sí, con un claro objetivo comercial. El verdadero problema de todo esto es que, si bien al principio podría resultar evidente la estupidez y gratuidad ocultas en esa argucia, la de buscar más compradores de un libro mediante el alargamiento del título, los resultados finales han acabado por santificarla. Y el hecho de que el éxito de ventas no provenga de esa maniobra (eso es incontestable: en paises que han respetado el título original el éxito ha sido el mismo) es lo de menos. Ya comienzan a verse en los expositores de las librerías títulos de semejante jaez, así que prepárense para lo que ha de venir.
En todo caso, aunque la fisonomía que presentan las librerías de todo el mundo (la misma: Larsson overdose) convertiría en pertinente la presencia del affaire Millenium en esta entrada, he de confesar que en realidad aparece aquí de rebote. El asunto que me ha hecho escribir lo que están leyendo es el estreno, este mismo fin de semana, de la película Desgracia. Desgracia, de Steve JacobsBasada en la obra maestra escrita por J. M. Coetzee, cuenta también con un título trastocado, aunque en este caso, parece ser, no por motivos comerciales. Quien lo denuncia en su crítica cinematográfica es, de nuevo, Javier Ocaña. Y una vez más con razón. Si atendemos al diccionario Collins:

disgrace [dIs'greIs] (=state of shame)
deshonra,f ignominia f

El desconcertante cambio en la traducción del título es fatal, pues Deshonra, que es como debería haberse traducido, alumbra como un faro los hechos que se producen en la narración, apunta hacia un sentido de la lectura, un factor personal del protagonista, esencial en los hechos descritos, que Desgracia, directo, innegable, pero carente de significado interno, no tiene. Ignoro la causa del cambio, pero se trata, no hay duda, de un desacierto imperdonable.