domingo, 31 de octubre de 2010

Halloween

Se suele decir que el tiempo es juez de todas las cosas, y en la literatura, al menos, así es. Pero a veces ocurre al revés; a veces son los libros los que evidencian el paso del tiempo.

Exploró un mostrador con montañas de calabazas de papel y máscaras para la noche de Hallowe'en (1). La dependienta estaba atareada con un grupo de monjas que se probaban máscaras. Holly cogió una máscara y se la puso; eligió otra, y me la puso a mí; luego me tomó de la mano y salimos. Así de sencillo. Una vez en la calle, corrimos a lo largo de varias manzanas, creo que sólo para añadirle emoción; pero también porque, tal como descubrí entonces, el ladrón se siente eufórico cuando un robo le sale bien.

1. Víspera de la festividad de Todos los Santos, que los niños norteamericanos celebran rondando disfrazados las casas del vecindario, iluminándose con velas colocadas en el interior de calabazas vacías en las que practican unos orificios a modo de ojos y boca. (N. del T.)

Este párrafo procede, como muchos habrán adivinado, de la novela Desayuno en Tiffany's, de Truman Capote. Fue editada por Anagrama en 1990, con traducción de Enrique Murillo. Veinte años después, en un día como éste, a cualquier residente de este país la presencia de semejante aclaración podría parecerle un tanto extraña. Aunque no más que la imagen de unas monjas probándose máscaras, dispuestas a festejar Halloween.

martes, 26 de octubre de 2010

David Monteagudo. Fin

Acaba de aparecer en las librerías Marcos Montes, la nueva novela de David Monteagudo. Poco tiempo ha pasado entre la publicación de Fin, el gran éxito de ventas que le dio a conocer, y este segundo libro. Ya anunció el escritor en diversas entrevistas que tenía más obras guardadas en los cajones. Ignoro si ésta que aparece ahora se cuenta entre aquellas o ha sido concebida tras Fin; supongo que lo sabremos en breve. De momento, aquí refloto una reseña que escribí recientemente de su primera novela.


Reseñar un libro con cierto retraso ofrece la oportunidad de confrontar las propias opiniones con aquellas que sobre él se han ido vertiendo anteriormente. De Fin, la novela de David Monteagudo, se ha dicho, por ejemplo, que compone una extraña mezcla de género fantástico y realismo, una apreciación más que curiosa. Lo extraño de una mixtura semejante quizá se encuentre en los ojos del reseñador, a quien probablemente lo que le sorprende es la posibilidad de que una narración de origen fantástico cuente con tratamientos y profundidades que estén a la altura de cualquier novela realista. Y sin embargo, existen incluso subgéneros edificados enteramente sobre uniones semejantes, por ejemplo el realismo mágico, el cual desde su propia definición se declara, ya de antemano, culpable.
Se han buscado también referentes directos, y hasta parecidos razonables con algunas obras de otros escritores. Confieso que, gran admirador de Cormac McCarthy como soy, no veo puntos de encuentro entre éste y la obra de Monteagudo más allá de su carácter post apocalíptico y su Fin, de David Monteagudoargumento itinerante, características, por otra parte, repetidas no sólo en La carretera, que parece ser la única novela escrita por McCarthy reivindicable en este momento, sino en otra docena de novelas de ciencia ficción a las que nadie menciona. Es cierto que hay descripciones de lo agreste tremendamente potentes, pero no hace falta recurrir al norteamericano para aparentar tales semejanzas, menos aún por cuestiones de moda. Se ha citado también La piel fría, la excelsa novela de Albert Sánchez Piñol con la que Fin puede que comparta circunstancias (un inesperado éxito autóctono -esto es, español- elaborado a partir de un vigoroso elemento fantástico), pero más allá de eso, no hay paridad ni en temática ni en maneras.
Sí coincido, sin embargo, en una similitud cuya propuesta ha sido mayoritaria. El Jarama, la obra con la que Rafael Sánchez Ferlosio ganó el premio Nadal en 1955, es una referencia que, esta vez sí, tengo que reconocer pesante en Fin, intensamente en sus primeras páginas, de forma más diluida en las siguientes. En menor medida por el papel protagónico de la Naturaleza, tan presente que resulta ominosa, pero sí por argumento y temática. Aunque la novela de Monteagudo aborda el post apocalíptico inmediato, aunque la utilización de presupuestos fantásticos pudiera condicionarla como literatura de género, es el elemento realista el que aporta el carácter más literario. Éste, sin duda, parte de la cohabitación entre el retrato generacional y el estudio psicológico de sus personajes. Fin, sin llegar a instituirse del todo en novela social, como lo es la de Ferlosio, sí utiliza algunas de sus premisas formales, como por ejemplo el protagonismo colectivo, la narración alterna en tercera persona y un predominio del diálogo sobre la descripción, elementos todos característicos de gran parte de la narrativa española de los años 50.
Reconozco, por tanto, la influencia que El Jarama ha podido ejercer en la escritura de Fin, y me arriesgo además a presentar una referencia de propio cuño, la cual, me temo, no va a ser muy literaria. Porque si he de echar mano de un símil válido, que sirva de pista a los posibles lectores sobre qué encontrarán en este libro, no tengo más remedio que recurrir al medio televisivo. Si están pensando que eso va en detrimento de la parte literaria, olvídenlo. Las bondades de Fin en ese aspecto son muchas y diversas, pero el hecho diferenciador, el sello distintivo de la novela, dimana de la construcción narrativa, del bien trabajado suspense, de la intriga construida en torno a un misterio de proporciones gigantescas pero conformado por misterios más pequeños, por un conjunto de enigmáticas sub-tramas cuya engarzada continuidad invita a una lectura convulsa y se convierte en una fuente de adicción inmediata. Una característica perfectamente válida para definir también, y he aquí la referencia que propongo, la serie televisiva Perdidos, el hito de la nueva narración catódica del siglo XXI. Se trata de una coincidencia que prueba, una vez más, que la posmodernidad no sólo ha logrado conectar géneros, sino también medios, intercambiando influencias y modos creativos.
Pero volviendo a la novela, sorprende la habilidad con la que Monteagudo se bate tanto en el terreno conceptual como en el narrativo. Sutilmente, suma pequeños capítulos narrativos, escenas y diálogos concretos con los que va hilvanando ambas tramas, la psicológica y la fantástica, colocando siempre el acento en lo extraño. Antes de que el elemento de género se imponga, es decir, bastantes páginas después del misterioso parpadeo nocturno que aísla a los protagonistas, Fin transcurre por derroteros realistas, aunque envueltos en una atmósfera misteriosa y desasosegante. En un principio, la narración parece apuntar hacia la novela generacional. El reencuentro del grupo de amigos, 25 años después del hecho conmemorado, cuenta con detalles suficientes para ganarse tal consideración. Pleno de diálogos, con una marcada personalidad propia, autóctona, aunque alejada del costumbrismo, el texto hace un recorrido sutil por muchos de los tics culturales y el modo de vida de los cuarentones modernos, esa nueva burguesía enganchada a sus caros juguetes tecnológicos y en perpetua adaptación a la nueva cultura de valores globalizada. Indicios y síntomas del estado del bienestar tan identificables como los teléfonos móviles de última generación, los enormes automóviles 4x4, el manejo de Internet o las nuevas fobias sociales nacidas de la inmigración hacen acto de presencia en los hechos y conversaciones protagonizados por el grupo de amigos. Debido al reconocimiento especular, la identificación del lector se hace inmediata.
El muestreo sociocultural que configuran los personajes no sólo tiene valor por sí mismo, sino que además ejerce su propio papel como potenciador de la intriga, la cual conforma, junto con el profundo tapiz psicológico, el núcleo de esta obra. Ese grupo de antiguos amigos ha cambiado, no son los mismos de antaño, y Monteagudo sabe reflejarlo en la narración con destreza. Las pequeñas divergencias de entonces, potenciadas por el paso del tiempo, esos pequeños o grandes cambios ejercidos por la vida sobre sus antiguas personalidades, están muy presentes, y el autor sabe evidenciarlos con sutilidad, en comentarios jocosos intercambiados por algunos personajes en busca de una complicidad que ya no tiene lugar, en discusiones políticas expresadas en un tono quizás demasiado elevado... Este comienzo de novela, en todo caso, no sólo retrotrae a El Jarama, sino también a todos sus allegados generacionales, que son muchos y de diferentes medios, como, por ejemplo, la obra de teatro Los 80 son nuestros, de Ana Diosdado, o la película de Lawrence Kasdan titulada Reencuentro.
El elemento realista, pues, marca la pauta desde el principio, pero es más adelante, tras la aparición del elemento fantástico, cuando multiplica su rendimiento narrativo. Un suceso inexplicable transforma el relato de un reencuentro en una historia de supervivencia y da el pistoletazo de salida a los enfrentamientos dialécticos y a las revanchas personales que alimentan a la narración. Monteagudo logra, con su desarrollo, retratar a una generación, la que se halla en estos momentos en la cuarentena, educada en valores añejos y, sin embargo, obligada a adaptarse a los bruscos cambios sociales y morales dimanados de la democracia y la globalización. Del machista intolerante con la homosexualidad al homosexual que se niega a “salir del armario” o a la mujer reivindicativa pero insegura; distintos aspectos de esta generación intermedia son puestos a prueba por las excepcionales circunstancias del fin del mundo.
El elemento de ciencia ficción ejerce sólo de disparador, ni siquiera se ofrecen pistas de su naturaleza, y sin embargo son sus consecuencias las que dan origen a la trama. Su importancia es por tanto crucial, ya que sin él tampoco habría novela de caracteres. Si bien la falta de explicación y la naturaleza sencilla del fenómeno lo colocan cerca del What if? (¿qué sucedería si todas las personas desaparecieran misteriosamente de la faz de la Tierra?), los hechos posteriores apuntan hacia un representante clásico de la ciencia ficción: la lucha por la supervivencia de unos cuantos tras el fin de la Humanidad. Ese hecho extraño actúa, además, como potenciador del omnipresente halo terrorífico, que pasa a impregnar la atmósfera de la narración en el entorno que menos le favorece, al descubierto y a plena luz del día, con notable éxito. La presencia casi fantasmal de un oscuro personaje rebequianamente ausente, el Profeta, el amigo al que hace 25 años gastaron todos una terrible broma que ahora se niegan a relatar,David Monteagudo se cohesiona con esa suerte de reseteo nocturno con el que la Naturaleza parece haber extirpado de la faz de la Tierra al resto de la Humanidad, ejerciendo en el lector un efecto de desasosiego que se va acrecentando tras una sucesión de momentos narrativos extraordinariamente detallados.
Persiguiendo una explicación para el fin de la Humanidad, los personajes se han de enfrentar a su propio fin, pero especialmente a sus recuerdos y a las nuevas respuestas que estos provocan bajo sus personalidades adultas. Los remordimientos, la broma perpetrada al Profeta y el fin del mundo, tres elementos aleados en perfecta unión, constituyen el motor de lo terrorífico, pero es el escenario diurno, esa Naturaleza opresiva tan bien descrita, lo que produce el efecto numinoso en la narración. Monteagudo acompaña los diálogos con descripciones del paisaje siempre diáfanas, carentes de emotividad, afilando así el tono de extrañamiento general. El ritmo no decae en ningún momento, y es llevado en volandas por un suspense narrativo tan intensamente expuesto que logra que la novela se convierta en un absorbente pasapáginas.
La peripecia externa de los personajes está tan bien desarrollada como su carácter interno. La fusión de amenazas constituye el émbolo de empuje de los acontecimientos, pero es el desarrollo de éstos, especialmente el enfrentamiento del grupo con una Naturaleza no sojuzgada por los humanos, el elemento crucial que inocula en la lectura tanto o más desasosiego que las causas. El único momento en el que la pluma del escritor parece vacilar es, precisamente, en su primer encuentro con el peligro invisible, una ocasión innecesariamente prolongada en la que el estilo de Enid Blyton parece reencarnarse en el texto, añadiendo demasiadas puertas a la inspección rutinaria de una casa en el monte. Con esa salvedad, el resto de capítulos narrativos son memorables, especialmente aquél en el que se desarrolla la progresiva transformación de un par de inocentes galgos en una jauría pavorosa, una imagen escalofriante conducida con gran destreza.
En lo meramente formal, cabe señalar algún hecho insatisfactorio, como esa reiteración cansina del “dice”, más propia de otras lenguas, y alguna equivocación puntual con los nombres de los personajes, algo más habitual de lo deseable en algunas obras de protagonismo coral (por retomar la novela social, recuerden al cerillero de La colmena), pero también hay que mencionar algún acertado intento de originalidad, como esos primeros párrafos en tiempo pasado que introducen al lector directamente en la historia, escrita a partir de entonces en tiempo presente, como si de un “erase una vez” inverso se tratase. Lo cierto es que Monteagudo maneja bien los principales componentes de la narración: personajes, ritmo, suspense y trama, de tal manera que, para cuando el lector se quiere dar cuenta, ya se ha plantado en la última página. El cierre de la historia, que algunos han declarado imperfecto, es, para mi gusto, redondo. Quizá no desvele demasiado del gran misterio, una obligación que procede más del deseo del lector que de la norma literaria, pero completa la trama interna mediante el aporte de una imagen magnífica.
Tras su lectura, no cabe sino afirmar que Fin, el estreno literario de David Monteagudo, es una novela magnífica; una novela, no tengan duda, de ciencia ficción. De su apasionante lectura se puede extraer, además de la consabida satisfacción literaria, la conclusión de que la normalización del género, su integración en el mercado general, ha revertido, tal y como se esperaba, en buena calidad y una mayor diversidad. Su éxito de ventas (debe de ir ya por la séptima edición "auténtica", ha sido vendida a otros idiomas y sus derechos para el cine han sido adquiridos por Alejandro Amenábar) es una prueba más de que sí hay sitio para los libros de ciencia ficción más allá de las fronteras habituales del género. Sólo hay que ser más exigente con la calidad literaria y menos nacionalista, temáticamente hablando. Es una lástima que algunos de los nombres que cabría esperar no estén ahí, pues escritores como Monteagudo, Piñol o Somoza están demostrando la realidad de un mercado abierto. La ciencia ficción, allende nuestras fronteras y dentro de ellas, ha llegado a la meta. Ahí está, y esperemos que ahí continúe, dando frutos como Fin.



Texto publicado anteriormente en Prospectiva.

jueves, 21 de octubre de 2010

Crónicas marcianas en Stardust

Poco a poco, algunas de las obras incontestables de la ciencia ficción van adquiriendo solera. El polvo de los años las va cubriendo, como a las botellas de buen vino, consiguiendo no otra cosa que reafirmar su valor. Las Crónicas marcianas, nuestras Crónicas marcianas, han cumplido ya 60 años, y siguen luciendo como nunca, desafiando a las modas, a las nuevas corrientes e incluso a las obras procedentes de fuera.
Ahí se alza esa novela, mírenla, con los pies bien plantados, ajena a los nuevaoleros, a los ciberpunks, a los redescubridores de la aún más lejana Weird Tales. Las Crónicas marcianas resisten el embate del tiempo y emocionan en cada nueva lectura. Incluso en esa edad en la que revisamos los mitos de adolescencia para descubrirlos con pies de barro, la novela de Bradbury se sigue imponiendo al rigor de los años, incólume como un titán.
Libros como este aseguran la inmortalidad de un género, de la ciencia ficción. Si les apetece leer una reseña de la obra maestra escrita por el de Wikegan, están de suerte. En la web de Stardust acaban de colgar una, garabateada por alguien que ha vuelto a reencontrarse con su grandeza.


sábado, 16 de octubre de 2010

Clifford D. Simak. Ciudad

Escribí la siguiente reseña hace ya bastantes años. He tenido que remozarla, y mucho, porque si bien sigo coincidiendo con el contenido, la forma adolecía de cierto apresuramiento. Puede que a alguien le sorprenda esto de "coincidir" con opiniones que vertiste anteriormente, pero en la mía, quien no evoluciona, sea en el campo que sea, es que está muerto. Al menos en el aspecto mental. Con frecuencia, el yo pasado no tiene mucho que ver con el yo presente. Llámenlo "la vida" o como quieran, pero a veces uno lee cosas que escribió hace lustros y le dan ganas de darle una colleja a aquel chaval tan errado. En este caso no he tenido que arreglar mas que mi impericia como escritor. En mi opinión actual, Ciudad sigue siendo una obra maestra indiscutible.
Al hilo de cierto comentario incluido en la reseña, sí es significativo que en todos estos años, en lecturas posteriores, solo haya encontrado una obra de los 90 que pueda considerar sobresaliente. Me refiero a Vurt, del británico Jeff Noon. El resto, especialmente los premiados Vorkosigans, no han logrado hasta el momento que varíe mi pensamiento sobre la citada década, quizás la peor que haya dado la ciencia ficción en su largo siglo de vida.



En las frías noches de invierno los perros se reúnen junto al fuego, y a su cálida luz intercambian viejas historias, leyendas antiguas, glosas improbables que desgranan los últimos días de un ser mitológico llamado hombre y el declive de su ahora extinta civilización. El paso del tiempo ha convertido esos antiguos textos en materia de estudio, y aunque la gran mayoría de la sociedad perruna opina que no son más que metáforas educativas escritas por sus antepasados, unos cuantos creen ver en ellas el posible retrato histórico de una época real, ya olvidada.
Ese conjunto de cuentos legendarios, ocho en total, someramente prologados, es recogido en Ciudad, libro de carácter mitológico editado por uno de los perros y que el escritor norteamericano Clifford D. Simak, de modo misterioso, nos ha hecho llegar como propio, dotándolo de un sobresaliente tono elegíaco. A lo largo de esos ocho cuentos se describe la decadencia y la casi total extinción del mítico ser humano, y lo que para los perros es más importante, el destino final de los herederos de éste.
En un paseo entre melancólico y nostálgico, el lector es conducido por 7000 años de historia cruciales para el destino del hombre. Con la maravilla como compañera, es invitado a presenciar el abandono de las ciudades y el intento de ganar el espacio; el nacimiento de su siguiente paso evolutivo y la posterior huida de los ahora descritos como mutantes; el final voluntario de la mayoría de la raza humana y el encierro en cúpulas de una ínfima minoría, embarcada en una huida hacia el futuro, inmersos en un sueño casi eterno.
Entre la fascinación y la sorpresa, la narración acompaña al lector por un marco temporal plagado de acontecimientos y maravillas, sin solución de continuidad. Son tantos los acontecimientos que incluso el resumen se hace extenso. Incluidos en el largo recorrido, se suceden hechos diversos como el destino de su más fiel servidor, el robot, convertido en ser inteligente, poseedor de un sentido de la humanidad mayor que el de sus propios creadores; el establecimiento de los perros como nueva especie dominante, tenedora de otros métodos de civilización; la aparición en nuestro planeta de seres de otra dimensión; la incorporación de toda la gama animal al estadio de la inteligencia y el dominio de la Tierra por parte del más inesperado de ellos y, finalmente, la retirada definitiva del perro, el heredero directo del hombre, hacia otras dimensiones. Todo ello pasa de forma cronológicamente ordenada, página a página, por la retina y la mente del lector de Ciudad, toda una epopeya milenaria centrada en los miembros de una sola familia, los Webster, y su servicial robot Jenkins, el mayordomo perfecto.
Se trata de una demostración imaginativa de tal calibre que ya de por sí valdría para catalogar esta novela como obra maestra. Pero, además, el estilo con el que está escrita obra el milagro de que todo sea mágicamente creíble, pues Simak dota a la narración de una atmósfera nostálgica y triste, cercana al lirismo en muchas ocasiones, comparable en este aspecto a las Crónicas marcianas escritas por Ray Bradbury y poseedora de escenas realmente memorables, de las que perduran en la memoria eternamente. El paseo del hombre y su mascota por Júpiter, convertidos en algo que ya nunca querrán dejar de ser; o el viejo y fiel robot, siempre al cuidado de los perros, abandonado por su dueño 3000 años atrás, pero aun esperando silente en la oscuridad del caserón de la familia; o la imagen final, que he de confesar aún recuerdo algunas noches de verano, son buenos ejemplos de las joyas que atesora el libro.
Si les preocupan estos adelantos, saber de antemano lo que va a pasar, estén tranquilos. Da igual conocer previamente algunos pasajes o de qué va la historia: sólo la forma como está contada y las imágenes que encierra ya son suficientes dones como para gozar de esta lectura. El libro, estructurado en ocho relatos dependientes a modo de fix-up, se basta y se sobra con apenas 300 páginas para asombrar, maravillar, emocionar y dejar una huella indeleble en la mente y el corazón de quien lo lee. Las introducciones a los cuentos, escritas por uno de los perros, apoyan de una manera notoria la sensación de extrañeza de lo que se está narrando, visto desde un punto de vista externo, ajeno al subjetivismo humano.
Un torbellino de ideas semejante, narrado de forma sencilla, sin aditamentos innecesarios que engorden la trama, sólo podía estar escrito en la dorada década de los 50, cuando la ciencia ficción aún contaba con esa inocencia que hoy la hace tan entrañable. Simak realizó esta obra maestra en 1953, antes de que la new wave llevara al género por otros caminos diferentes (pero no siempre mejores), de que la palabra hard se convirtiera en sinónimo de complicado, de que los editores obligaran a inflar de páginas un libro para poderlo vender más caro, y por supuesto antes de que el deseo de introducir a la ciencia ficción en la corriente literaria general desembocara, en muchos casos, en lo que el crítico especializado Julián Díez denomina el "efecto Benford" y su artificial profundidad de personajes. Ciudad está a salvo de todo eso.
Desgraciadamente, muchas cosas han cambiado, y hoy en día, cuando la Ley de Sturgeon (aquella que dice que el noventa por ciento de todo es basura) es más válida que nunca, se hace bastante improbable ver escrita una obra semejante. Habría que reflexionar sobre por qué en casi todas las listas de aficionados, cuando se les pregunta sobre las diez mejores obras de la historia del género, la casi totalidad son obras de hace más de diez años. ¿No han dado los noventa ninguna novela realmente grande? A mí desde luego, si exceptuamos La caída de Hiperión, situada más en la década anterior que en esta, no se me ocurre ninguna.
Ciudad es ciencia ficción de otra época, ciencia ficción magna, de la que ya no se lleva. Quien ame el género no puede perdérsela. Y otra cosa más. Si les gusta el completismo, aún tienen otra razón para el disfrute. Existe un noveno cuento escrito por Simak, o quizás por los perros, vayan ustedes a saber. Se puede encontrar traducido al castellano en cierto número de la legendaria revista Nueva Dimensión. Para hacer la cosa más divertida, no les diré en cuál, les dejo la tarea de búsqueda a ustedes.


Esta reseña fue publicada previamente en el Sitio de Ciencia-Ficción y en el nº 14 de Finis Terrae, el boletín de la Asociación Gallega de Ciencia Ficción.

lunes, 4 de octubre de 2010

Imágenes de cf. VI


"La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
—¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se encontraba ya a muchos años luz de distancia, pero OʹBrien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre, en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse."