jueves, 31 de marzo de 2011

Imágenes de cf. VIII


"Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo."



"Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.
- Siempre quise ver un marciano - dijo Michael -. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.
- Ahí están - dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.
Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.
Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada..."


miércoles, 30 de marzo de 2011

Audrey Niffenegger. Una inquietante simetría

El éxito de la primera novela de un escritor no limita sus beneficios a las cifras de venta de la obra. Como efecto colateral, provoca también un alto grado de expectación ante la aparición de su segundo título. Aunque Audrey Niffenegger cuenta con un par de heterodoxas novelas gráficas en su haber, su creación novelística precedente se limita a la extraordinaria La mujer del viajero en el tiempo. En aquella afamada novela, cuya versión fílmica llegó a España bajo el título de "Más allá del tiempo", la escritora norteamericana demostraba poseer, entre otras bondades, un gran talento para elaborar tramas atractivas y de una cierta complejidad, y la capacidad para desarrollarlas por medio de un estilo narrativo cálido, algo edulcorado pero nada empalagoso. Un estilo que dotaba a aquella lectura de un efecto de cercanía rayano en lo familiar, característica que se vuelve a repetir en Una inquietante simetría.
Por fin nos llegó la segunda novela escrita por Niffeneger, y en ella la escritora sigue haciendo uso de su ya citado estilo, profuso en detalladas descripciones, tanto del entorno inanimado como de las relaciones personales entre los protagonistas. Con este libro se hace aún más evidente que su mayor capacidad como narradora se encuentra en la construcción de vivaces entramados interpersonales, en el desarrollo de la interacción empática entre los distintos personajes y en la destreza con la que la autora describe la cotidianeidad de las relaciones amorosas para dotar a la lectura de un poso emotivo carente de artificios. Esta capacidad para reflejar lo cotidiano, que tanto recuerda a la mejor Connie Willis, se encuentra aquí perfectamente integrada en un marco narrativo que, en esta ocasión, no se corresponde con el género de la ciencia ficción, sino que más bien podría catalogarse como moderna e inusual ghost story.

La prematura muerte de Elspeth Noblin, una excéntrica bibliófila londinense, transforma abruptamente la vida de sus sobrinas, las gemelas Julia y Valentina Poole. A pesar de que no conocían a su tía, ésta les ha dejado en herencia un magnífico piso con vistas al cementerio de Highgate, en Londres, con la condición de que jamás permitan a su madre cruzar el umbral del apartamento. Ansiosas por dejar atrás su aburrida rutina en un típico barrio residencial de Estados Unidos, las gemelas ignoran por completo lo que el destino les depara en Inglaterra. Por un lado, están sus nuevos vecinos: Martin Wells, un brillante y seductor erudito que vive atenazado por sus obsesiones, y el esquivo Robert Fanshaw, antiguo amante de Elspeth, un historiador que ha dedicado media vida a estudiar el famoso cementerio, visible desde su ventana. Y por otro, los secretos de su tía, que incluso después de muerta parece resistirse a abandonar su apartamento.


Aunque Audrey Niffenegger toma prestado el título para su novela del poeta William Blake, no es él la principal referencia del siglo XIX presente en la narración, sino la posterior Época Victoriana, de cuyo entorno sustrae la autora un grisáceo tono atmosférico y, principalmente, el escenario central de la historia, el cementerio de Highgate. Las dotes descriptivas de Niffenegger se hacen notar en el particular protagonismo que cobra el antiguo cementerio victoriano, cuya presencia, a pesar de ser sustancialmente pasiva, marca el tono ambiental de la narración. Si el lector, una vez concluida la lectura, decide echar un vistazo a la serie de fotografías del cementerio de Highgate colgadas en la web de la autora, las va a encontrar tan reconocibles que tendrá la sensación de que no es la primera vez que las enfrenta.
Highgate es, de hecho, un protagonista más dentro de la narración, al igual que la vieja casa colindante y los espectros que la pueblan. Sin embargo, a pesar de la presencia de todos estos elementos, no se puede decir que Una inquietante simetría cuente con las características de una novela gótica. Es más bien una novela espectral de misterio, más cercana a las narraciones de Wilkie Collins que al viejo terror romántico. Hay un intento notable por parte de la autora de atraer el entorno decimonónico hacia el Londres del siglo XXI y no a la inversa. Pero aunque hay fases en las que el cementerio victoriano trata de acaparar la atención del lector, son los elementos de la trama actual -la evolución emocional de las gemelas Julia y Valentina, el misterio de sus padres, la personalidad de los habitantes de Vautravers, las correrías turísticas por Londres- los que alimentan el corpus principal de la novela. El elemento fantástico, como ocurría en La mujer del viajero en el tiempo, es intercalado en el relato como algo natural, sin presencia de explicaciones. Niffenegger lo utiliza como una herramienta más de la narración, que no necesita de argumentos propios, sino que se establece para que dé un juego determinado y oficie como detonante de la conclusión.
En cuanto al muestrario de personajes y su protagonismo, esta novela luce un contenido más plural que la anterior. Ni siquiera las gemelas cuentan con una mayor intervención que el resto. Comparten páginas con su vecino y amante Robert Fanshaw, el espectro de Elspeth (tía de ambas), los empleados del cementerio de Highgate (tan parte del camposanto como los mausoleos) y especialmente con la pareja formada por la ausente Marijke y su enamorado Martin Wells. Este último personaje es, en mi opinión, el gran hallazgo del libro, el extraño vecino de arriba, un hombre en la cincuentena que padece trastorno obsesivo compulsivo y cuyo reto es poder salir de su casa para recuperar a su esposa, que tras abandonarle centró su residencia en Amsterdam. De su extraño carácter, sus repetitivos rituales y su posterior proeza proceden las páginas más emotivas del libro.
Un detalle a subrayar es que los personajes, en su mayoría, responden a patrones femeninos. Los hombres muestran una remarcable falta de carácter masculino (que no de virilidad) en su modo de actuar, en su forma de atajar las distintas circunstancias que les acontecen. Existe una pusilanimidad connatural en ellos que les impide actuar con determinación, y en el lado opuesto, una marcada cerrazón caprichosa en las mujeres. La escritora intenta ser tan veraz en el reflejo de algunas respuestas anímicas a los acontecimientos que sus personajes, imperfectos y mundanos, responden como ocurriría en la realidad, a veces de forma estúpida, llegando a producir en determinados momentos una cierta antipatía en el lector.
Ese, digamos, efecto de feminización (por cierto, Niffenegger vuelve a dedicar una página a la descripción de la masturbación masculina, lo que empieza a derivar en una curiosa fijación) es un asunto menor comparado con la notoria desigualdad que se da en el ritmo de la novela. Si en La mujer del viajero en el tiempo era remarcable la capacidad con la que la autora jugaba con los saltos narrativos, con la dislocación a la que el argumento, merced a los involuntarios y desordenados desplazamientos temporales del protagonista obligaba a dirigir la dirección de la trama, en esta obra la capacidad de Niffenegger para el equilibrio queda un poco en entredicho. La novela transcurre lentamente hasta el último tercio de su longitud, pero a partir de ahí, una vez clara cuál va a ser la función del elemento espectral, sufre una aceleración nada sutil. El cambio de velocidad cerca de la conclusión es una estrategia novelística válida, el problema, cuando aparece, suele ser de pulso. La diferencia, en este caso, es notable, pues lo que hasta entonces había sido un largo y plácido planteamiento se convierte en un desfile compactado de hechos sobrenaturales y relevancias inesperadas. Aunque las sorpresas que la trama guarda para el final aportan grandes dosis de interés y dan un nuevo sentido a los hechos (y al título del libro), la conclusión final, debido al cambio en la fluidez de la narración, deja una cierta desazón postrera.
Si bien es cierto que Una inquietante simetría es inferior en algunos aspectos a La mujer del viajero en el tiempo, se trata sin embargo de un buen libro. Si tenemos en cuenta lo difícil que es estar a la altura con una "segunda novela" (me vienen a la mente los frustrantes segundos trabajos de creadores de superventas españoles como Albert Sánchez Piñol o David Monteagudo), la labor de Niffenegger tiene entonces un valor mayor. La escritora norteamericana demuestra que cuenta con talento y oficio, y que el lector debería de estar atento a sus futuras creaciones.


martes, 29 de marzo de 2011

Japón

Los seguidores de este blog ya conocen mi fascinación por todo lo japonés. La tragedia que ha sacudido (literalmente) aquellas tierras a lo largo de este mes ha sobrecogido a todo el planeta y a muchos nos ha llegado al corazón. Japón se ha convertido en una constante literaria en la vida de George Kaplan. Mientras la tragedia sísmica y la amenaza nuclear acababan con vidas y recursos en el país del sol naciente, yo mantenía contacto, como casi todos los meses, con algunos libros, reseñas y cómics relacionados con su maravillosa cultura. He aquí mis últimas adquisiciones: 1Q84, la última novela de Haruki Murakami, que para mi sorpresa no cuenta con la esperada traducción de Lourdes Porta; "Los años dulces", primera parte del cómic que el gran Jiro Taniguchi ha basado en la exitosa novela de Hiromi Kawakami titulada El cielo es azul, la tierra blanca. Y he aquí también mi reseña más reciente: Tan cerca de la vida, la última obra publicada del peruano Santiago Roncagliolo, en la que la ciudad de Tokio tiene una gran relevancia. Desde hoy mismo podéis leer el texto que he escrito sobre ella accediendo a Prospectiva. Con las miradas de medio planeta puestas todavía en Fukushima, y las nuestras en busca de noticias sobre la buena salud de nuestros autores favoritos, deseamos desde aquí que la recuperación de ese maravilloso país sea rápida y que el Hinomaru vuelva a izarse por completo hasta ondear en lo más alto.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Arrojando piedras

Entre las muchas prestaciones que ofrece Internet, hay una que ejerce efectos notables sobre el conocimiento propio del individuo. Contra la imperfección y el desgaste temporal de nuestra memoria, la Red se presenta como una fortaleza del recuerdo, un valladar que se erige incólume contra el olvido e impide que el paso de los años borre nuestras huellas. Si uno quiere recuperar algo de su pasado, sean imágenes, textos, vivencias escritas o relaciones perdidas, no tiene mas que sentarse delante de la pantalla y ponerse a teclear. Es una bendición.
Pero también una puñeta.
Creo que esto ya lo he contado, pero hace unos meses me dio por rebuscar en los archivos de las viejas listas de correos, que si bien hoy presentan un aspecto exangüe, hace más de diez años eran un foco de efervescencia. Fue divertido, pero a la vez algo incómodo. Ahí estaba todo aquello, ya casi olvidado, con lo que quería reencontrarme, pero también, y este es el asunto, aquello con lo que no. Si es cierto que sonreí con la relectura de algunas de las discusiones contenidas en #cienciaficcion, que disfruté con los intercambios dialécticos de un foro abierto que por aquel entonces contaba con cientos de usuarios, y que me sentí orgulloso de la validez de mis argumentos, no lo es menos que me incomodaron opiniones puntuales, vertidas por mí mismo, sobre algunos temas.
Bueno, de eso trata la evolución vital, de intentar ir dejando atrás actitudes inferiores y encaminarse hacia la perfección (dicho esto con todo el humor del mundo). Al menos se intenta, y comprobar que hay quienes años después siguen enquistados en sus viejas costumbres y modos de pensar, sin importarles que puedan estar equivocados o no, ayuda bastante a mejorar la opinión que uno tiene de sí mismo, a inflamar eso que se llama autoestima.
Como ya expliqué en esta entrada, escrita en la noche de los tiempos, sumergirse en aquellos años es hacerlo en el fandom, entonces en plena efervescencia. Es encontrarse con decenas de personas jóvenes para las que la ciencia ficción era uno de los asuntos más importantes de su vida. Uno se daba, pero también recibía. Qué de alegría, cuánta vitalidad. Cuántos aciertos. Y cuánta torpeza. Todo aquello parece ahora muy lejano. Muchas cosas han cambiado, muchas de ellas, hay que decirlo, para fortuna de todos. Otras, sin embargo, no han variado tanto.





Sé que habrá quien se enfade si digo esto, pero lo cierto es que podría configurarse una larga lista con los defectos de conducta del fandomita (y también con sus virtudes, por supuesto), pero si quieren uno al caso, apunten, por ejemplo, lo que voy a llamar en un acceso de originalidad -por qué no- el artículo 54:
Hacer caso a una intuición propia, generalmente de origen conspiratorio, como acto de autoafirmación. Y dejarse llevar por ella en vez de documentarse.

Se podrían sorprender de la cantidad de reseñas, críticas, artículos y sobre todo guerras internas fandomitas cimentadas a lo largo de los años en el maldito artículo 54. Seduce de tal manera, arraiga con tanta fuerza, que uno ha de mantener una lucha incansable consigo mismo, permanecer en guardia continua para no caer bajo su influjo. Yo, por ejemplo, acabo de sucumbir al maldito artículo. Hace apenas unas horas.
Yo, que creía haberme librado de ciertas manías, he vuelto a emitir un juicio basado en una corazonada. Y como suele ocurrir en estos casos, he sufrido a los pocos minutos la vergüenza del desenmascaramiento. Lean el primer párrafo de la entrada anterior, dedicada a la novela Marcos Montes, del escritor gallego David Monteagudo:

Si yo fuera uno de esos reseñadores de carácter agrio que gustan de machacar con saña todo aquello que les defrauda, escribiría a continuación que es bastante fácil adivinar de qué mecánica mental procede la idea de publicar Marcos Montes en el momento en que se hizo, así como imaginar qué proceso lógico llevó a su editor a dar a esta obrita la responsabilidad de continuar la presentación novelística de David Monteagudo, exponiendo con ello los primeros pasos, siempre arriesgados, de su nuevo autor estrella. No hay que darse a complicadas elucubraciones para obtener una respuesta, se trata de una simple cuestión de suma: la tragedia de los mineros chilenos encerrados, ese texto figuradamente ad hoc de Monteagudo, fresco en la memoria del editor, y ese archiconocido dicho de origen romano, recordatorio de que en ocasiones semejantes "la ocasión la pintan calva".


Qué intuición la mía, ¿verdad? Y con qué arrostramiento expongo mi teoría, sin miedo a respuesta alguna. Y sin embargo la obtuve, claro. Un buen amigo, que de esto sabe bastante más que yo, me informa por email de que en esta entrevista al escritor, publicada el 11 de agosto de 2010, y realizada, naturalmente, algún tiempo antes, ya se hace mención de Marcos Montes como la próxima novela de David Monteagudo. Dado que el derrumbe de la mina San José ocurrió el 5 de agosto del año pasado, mal pueden acomodarse las fechas para dar pábulo a mi teoría.
El maldito artículo 54...
Para ser honesto, tengo que reconocer que el uso del condicional me exime un poco (no mucho) de culpa. Algo me decía que debía confrontar datos, como hago siempre, pero en esta ocasión la pereza y el afán de exhibir una vez más mi presunta y corrosiva brillantez pudieron más que mi autocontrol. Bien, ahí lo tienen, mea culpa. Lo siento. Sorry. Oprobio y deshonor caigan sobre mi cabeza.
Tras conocer mi error, sería muy fácil haber editado el texto y haber vuelto a subir la reseña de Marcos Montes libre de la metedura de pata. Pero no, no he querido hacerlo. Estoy, como casi todos, un poco cansado de estos tiempos en los que el error nunca es confeso, nunca es admitido. Harto de esta inverecundia posmoderna del todo vale y nada admito, de la deshonestidad de políticos, periodistas, opinadores... Prefiero concederle alguna validez y que quede ahí para mi posteridad, como escarnio propio y recordatorio de que nunca se ha de bajar la guardia. Para evitar malentendidos, voy a incluir un enlace hacia esta entrada al final de la reseña, para que esta no se convierta en origen de memes o leyendas urbanas para cibernautas.
Hecho está. Pero como colofón, y una vez confesada y ojalá expiada mi culpa, emito, si se me permite, un nuevo juicio de valor libre de influencias del pasado. Quiero expresar que el hecho de que la tragedia chilena no tuviera nada que ver en la elección de Marcos Montes como segunda novela publicada de David Monteagudo, me deja si cabe aún más perplejo. Teniendo, tal como ha confesado el escritor en varias ocasiones, unas diez novelas a su disposición, la elección de esta se me antoja inexplicable. Presentarle al público lector, ávido de excelencias tras la calidad de Fin, una novela de tan escaso empaque, meramente alimenticia, me parece un desacierto.
Eso sí, algo distinto al mío.

martes, 1 de marzo de 2011

David Monteagudo. Marcos Montes

Si yo fuera uno de esos reseñadores de carácter agrio que gustan de machacar con saña todo aquello que les defrauda, escribiría a continuación que es bastante fácil adivinar de qué mecánica mental procede la idea de publicar Marcos Montes en el momento en que se hizo, así como imaginar qué proceso lógico llevó a su editor a dar a esta obrita la responsabilidad de continuar la presentación novelística de David Monteagudo, exponiendo con ello los primeros pasos, siempre arriesgados, de su nuevo autor estrella. No hay que darse a complicadas elucubraciones para obtener una respuesta, se trata de una simple cuestión de suma: la tragedia de los mineros chilenos encerrados, ese texto figuradamente ad hoc de Monteagudo, fresco en la memoria del editor, y ese archiconocido dicho de origen romano, recordatorio de que en ocasiones semejantes "la ocasión la pintan calva". (1)
Si atacara esta reseña desde la negatividad, me preguntaría por qué en Acantilado han querido darle la espalda de esta forma a la consabida importancia de la segunda novela. E incluso llegaría a sospechar de la responsabilidad que haya podido tener en todo esto el propio escritor. Pero no, no voy a ser tan injusto, porque esta novelita de Monteagudo merece que se hable de sus propias virtudes y defectos, y que nos olvidemos de los presuntos motivos y errores editoriales. El problema es que poco se puede decir, pues más que ante una novela corta nos encontramos ante un cuento largo, lo cual reduce el campo de estudio sobre el que profundizar. Marcos Montes no va más allá de las 128 páginas, a lo que se añade que -adelantemos también alguna alabanza- como ocurría en la exitosa Fin, goza de un ritmo tan atractivo que se lee en apenas un suspiro.
El argumento se puede resumir en apenas una frase. Tras un derrumbe en la mina de oro en la que trabaja, el minero Marcos Montes busca junto a sus compañeros una salida hacia el exterior. El desarrollo de la historia viene dado por los pensamientos del minero y por la descripción de la lucha por la supervivencia de su grupo. Montes medita sobre su pasado y circunstancias mientras es testigo del compañerismo y la asunción de jerarquías entre sus compañeros. Lo más reseñable es, sin duda, la capacidad de Monteagudo para hacer atractiva la historia, que renuncia al elemento claustrofóbico y apuesta por el componente humano. En un ambiente cerrado, que ofrece tan poco a la imaginación, el escritor sabe sin embargo encontrar situaciones siempre atractivas para el lector.
Marcos Montes es, ya lo supondrán, una novela de género fantástico, pero muy diferente a Fin. No se trata de ciencia ficción, sino de una fantasía sobrenatural que juega con el punto de vista. En la anterior obra de Monteagudo, lo inaudito conformaba el motor de la intriga durante todo un texto en el que la respuesta final a los misterios era eludida; en esta nouvelle, el enfoque fantástico no es el medio sino el fin. De hecho, la aparición de lo inesperado es, intencionalmente, una sorpresa que da conclusión al libro. Una presunta sorpresa que no puede ser más ilusoria, pues nadie que haya visto cine en los últimos años va a dejar de adivinar, ya desde el principio, cuál es el engañoso artificio, mil veces visto, que sustenta la trama. Y ese es quizás el mayor defecto de este relato, pues lo previsible de su a priori sorprendente final le resta interés a la historia. Es una auténtica lástima, pues la narración, cercana al fin, hace un alto en el camino para abrirse a lo inesperado, una parada en lo maravilloso, por sí y para sí mismo, saltándose las reglas de lo narrado hasta el momento. Es apenas un instante, el arribo inesperado de un misterio fascinante que nos recuerda al autor que ideó Fin. Se mantiene durante escasas páginas, pero uno no puede refrenar el deseo de que Monteagudo hubiera seguido ese hilo, y no el elegido, hasta el final, independientemente de que, al igual que sucedía en la anterior novela, éste no hubiera tenido conclusión.
De la lectura de esta novelita, pues, me quedo principalmente con el reconocible estilo ameno de David Monteagudo y con esa breve y postrera subtrama, que se me antoja una promesa de lo que el escritor puede dar de sí, y de lo que está por venir, si elige el sendero de lo maravilloso.


(1) En definitiva, una falacia. Para una mayor comprensión, lean la siguiente entrada.