miércoles, 27 de abril de 2011

William Gibson. Conde Cero y Todas las fiestas de mañana

SFSite, una de las principales páginas web a las que suelo recurrir para mantenerme informado de las novedades del género en EE.UU., ha elaborado, como ya es tradición, las listas de las 10 mejores novedades aparecidas durante el año anterior. Hablo de listas, en plural, porque en realidad son dos: una votada por los lectores y otra confeccionada por los editores. Si se echa un vistazo a ambas, llama poderosamente la atención la cantidad de diferencias entre sus contenidos. La más significativa es, precisamente, que la novela que aparece como mejor situada entre las 10 del Editor's Choice no está ni siquiera incluida en las 10 del Reader's Choice. Se trata, nada más y nada menos, que de Zero History, novela que supone el cierre de la última trilogía escrita por William Gibson y que ya tiene denominación propia: Bigend Trilogy.
Los lectores de este blog ya conocerán de sobra mi devoción por el creador del ciberespacio. Algún incauto incluso habrá leído las reseñas que dediqué a Mundo espejo y País de espías, que constituyen, precisamente, las otras componentes de la trilogía antes citada. Aunque la última novela me dejó mal sabor de boca, no me va a quedar más remedio que leer Zero History, si es que algún día llega a publicarse en España. Espero que tenga al menos tanta calidad como atesoran estos otros dos libros cuyas reseñas he rescatado a continuación. Cada uno pertenece a una de las series anteriores. Para que no se pierdan con las alusiones temporales incluídas en ellas, sepan que Conde cero, novela intermedia en la Trilogía del Ensanche, fue publicada en nuestro país en el año 1990, y Todas las fiestas de mañana, cierre de la Trilogía del Puente, lo fue en 2002. Ambas fueron publicadas por la editorial Minotauro. Evidentemente, eran otros tiempos.






En 1984, William Gibson publicaba Neuromante, y con ello, utilizando entre otros recursos un montón de neologismos sacados de la manga, se ganaba su pase a la posteridad como el creador de un nuevo subgénero dentro de la ciencia ficción: el ciberpunk. Muchos son los autores que se han sumado desde entonces a esta corriente, que incluso ha tenido sus adaptaciones al celuloide con, eso sí, dudoso acierto. A lo largo de estos años, el ciberpunk ha encontrado innumerables incondicionales (entre los que me cuento) y acérrimos detractores, y además no ha permanecido exento de polémica. El caballo de batalla suele ser la misma definición de lo que es y lo que no es ciberpunk, algo que, debido sobre todo a las campañas de marketing de películas de cine y series de televisión (y claro, a Bruce Sterling), ya no queda muy claro.
A fuerza de utilizarla, la palabra se ha convertido en una especie de título para todo lo que contenga elementos de informática futurista y cualquier tipo de aditamento cibernético enchufado o implantado en el cuerpo humano. Pero la realidad es mucho más compleja, pues el género tiene sus propias normas ya asentadas en el lejano año 1984. A saber: grandes multinacionales que dirigen la marcha de los gobiernos; protagonistas con un característico perfil de perdedor, que subsisten en el arroyo y que no tienen más remedio que dejarse arrastrar por los acontecimientos; los consabidos ciberelementos con los que navegar mentalmente por el ciberespacio, también llamado Matriz; la ciberjerga y, por encima de todo, el imprescindible desarrollo de novela negra. Estos son los elementos habituales del ciberpunk, y todo ello es lo que ofrece en grandes cantidades la novela que nos ocupa.
La narración de Conde Cero tiene lugar siete años después de los acontecimientos ocurridos en Neuromante, y aunque en realidad es una continuación lógica de los hechos allí acaecidos, sus protagonistas no son los mismos. Durante el tiempo transcurrido, fenómenos extraños han tenido lugar en el ciberespacio, hechos misteriosos que apuntan hacia la imposible existencia de inteligencias autónomas en su interior (algo que el lector de Neuromante ya conoce). En el arranque de la novela, un mercenario es contratado para sustraer a un trabajador de una empresa y traspasarlo a otra, una marchante de arte debe encontrar una pieza muy valiosa, y un joven anónimo, el Conde Cero, tiene un extraño encuentro en la Matriz. Estamos ante una novela de construcción coral, en la que las diferentes ramas argumentales acaban en su conclusión sabiamente enlazadas, y en la que la acción, sin ser espectacular, hace que el interés no decaiga en ningún momento. Escrita dos años después que su distinguida predecesora, Conde Cero goza de un mejor y más ameno estilo narrativo, aunque la historia que tiene lugar en ella sea menos trascendente. Estamos ante una lectura de gran entretenimiento a la que sólo aquel que tenga prejuicios contra este subgénero no logrará arrancarle un sustancial disfrute.
Para dar fin a esta reseña me van a permitir caer de pleno en la tentación de hacer un guiño a lo anecdótico, especialmente a todos aquellos que disfrutasen en 1999 con cierta película de ciencia-ficción. Sin duda, estos dos pasajes van a resultarles, cuando menos, familiares:

"-Me voy ya -anunció-. Tengo un viaje a Sión, y luego ocho cápsulas de algas para los suecos."

...

"Bueno -dijo Bobby, entendiendo-, entonces, ¿qué es la Matriz? (...)
-El mundo -dijo Lucas."


Desde luego, una película tan ciberpunk como es "Matrix" difícilmente podía tener mejores referentes.


El texto original de esta reseña fue publicado en el Sitio de Ciencia-Ficcion.



Por fin, la editorial Minotauro publica en nuestro país la última obra de William Gibson, y como ya es costumbre, con una presentación irreprochable. El título, un claro homenaje a la mítica banda Velvet Underground, sirve de antesala a la habitual crónica de supervivientes urbanos gibsoniana, escrita con su habitual brillantez estilística, esta vez incluso sublimada.
El escritor norteamericano, que se sigue mostrando avaro en cuanto a la cadencia de sus obras, parece entregado a las series. Series algo peculiares, eso sí, ya que las dos trilogías escritas por Gibson lo son más por escenario que por argumento. De hecho, aunque comparten algunos personajes, se pueden leer independientemente, algo digno de agradecer. Todas las fiestas de mañana cierra la denominada Trilogía del Puente, que en cuanto a calidad progresa en sentido contrario a la archifamosa Trilogía del Ensanche (término, este último, sólo traducido en la primera novela). Si desde la seminal Neuromante, madre del subgénero bautizado como ciberpunk, hasta el final de la serie se daba un progresivo descenso de calidad, la recién finalizada trilogía ha ido creciendo en importancia desde la decepcionante Luz virtual y la notable Idoru hasta Todas las fiestas de mañana, estilísticamente hablando, la mejor novela del género que yohaya leído en estos últimos años.
Lejos ya del ciberespacio y demás parafernalia tecnológica que le dieran fama, Gibson ha abandonado definitivamente el ciberpunk. Precisamente ahora, en estos tiempos de Internet, cuando su condición de profeta podría permitirle vivir de las rentas utilizando historias del mismo pelaje, el norteamericano ha decidido dejar de lado todo eso (ha dicho repetidas veces que la Red le aburre), salvar el resto de elementos y dedicarse a cultivar un near future de estilo muy personal.
Es tiempo ya de reconocer los meritos de un escritor que posee uno de los estilos más personales, arriesgados y absorbentes de la ciencia ficción actual. Un escritor que debería figurar entre los pocos aventajados que han logrado cierto predicamento fuera de las fronteras de la cf, escritores como Bradbury, Le Guin o Ballard. La potente prosa de este autor es altamente adictiva. Directa, ágil, de un detallismo exacerbado, rica en el uso de metáforas que configuran ambientes cuya esencia parte de un high tech sucio envuelto en una sugerente atmósfera noir. La forma de narrar de Gibson es una herramienta que no sólo consigue hacer llegar la historia al lector de forma trepidante, casi violenta, sino que además cobra sentido por sí misma. Tanto que, al margen de la interesante trama, leer sus obras se convierte siempre en un gozo, solamente por cómo estan escritas. Una sensación que en esta última novela es abrumadora.
Paralelamente a la manera de describirla, la realidad en sí que nos hace llegar el autor es desangelada, siempre a punto de desmoronarse y sólo apta para supervivientes, como lo son los habitantes del puente, o los personajes que se ven empujados hacia él, protagonistas de las dos entregas anteriores (Chevette, Rydell, Laney, la Idoru...) y que por fin se encuentran en este fin de fiesta para ser testigos de un nuevo salto hacia adelante de la civilización, un punto nodal cuya causa (el lector ha de estar atento) puede no ser la que se presupone. El libro se permite, incluso, un par de curiosidades. Hay un claro homenaje a "2010: odisea dos" en uno de sus capítulos y una incoherencia inexplicable en otro: un cambio de personaje que no puede ser otra cosa que un error.
Todas las fiestas de mañana es, anécdotas aparte, una novela para disfrutar de verdad.


El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la red.

domingo, 17 de abril de 2011

Mis diez libros fetiche

En la última entrada de Escrito en el agua, el blog en el que el escritor Rodolfo Martínez da rienda suelta a sus pensamientos, se invita a cada lector a elaborar una lista de aquellos diez libros que de alguna forma marcaron la propia personalidad, tanto a nivel literario como, en muchas ocasiones, vital. Se trata de aquellos volúmenes que, en sus propias palabras, "más me han marcado y, podríamos decir, han formateado los senderos de mi mente de un modo concreto y preciso". Aunque la invitación no lo disponía de esa forma, yo he decidido tomármelo como un meme bloguero más, y me he dispuesto a elaborar una lista con aquellos libros que de alguna manera han ido, a lo largo del tiempo, plantando mojones en el camino de mi crecimiento, tanto en el factor humano como en el de consumidor de literatura. En mi caso, al igual que sucede en la lista elaborada por el creador del meme, algunos figuran ahí por el protagonismo fundamental que han tenido en mi cambiante concepto de lo que era la literatura, pero otros han ejercido su influencia mucho más allá, en mi manera de ver el mundo y de entenderlo.
Al fin y al cabo, la literatura es, más que nada, una invitación a ver la realidad con los ojos de otra persona y a sumar esa experiencia ajena a la propia. Creo que si existe un simil perfecto para lo que es un virus informático trasladado a un entorno individual y humano, este es el del libro. Sus ideas se infiltran en las propias del sujeto y acaban en algunos casos por reconfigurar en cierta medida, tras un largo proceso de reflexión y suma de experiencias, algunos de los elementos que conforman la personalidad. Evidentemente, como ocurre en otros planos, algunos virus son más potentes que otros, y no son muchos los que consiguen tener alguna incidencia en nuestra red neuronal. Por otra parte, es en la primera juventud cuando más efecto puede tener la lectura de un libro. He aquí, pues, los que, probablemente y excusando algún olvido significativo, se instituyeron en vértices geodésicos de mi trayectoria como lector.


· Misterio en la montaña del monstruo, de Robert Arthur, Jr.
· El 32 de diciembre, de Curtis Garland
· El camino, de Miguel Delibes
· Fundación, de Isaac Asimov
· El extranjero, de Albert Camus
· Crónicas marcianas, de Ray Bradbury
· La colmena, de Camilo José Cela
· Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
· El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien
· Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy


Esta es mi lista. Si a ustedes les place, siéntanse libres de configurar las suyas. Recuerden que se trata de libros. Vale cualquier género, no tienen por qué ceñirse a novelas. Poesía, teatro o ensayos. O incluso enciclopedias (yo he estado a punto de incluir la Espasa de los exploradores, fíjense).


jueves, 7 de abril de 2011

Al final del arco iris, de Peter Quilter

Antes de nada, quisiera confesar un par de cosas. La primera es que no tengo coartada. Me veo, en cierto modo, como esos asesinos en serie de las películas modernas que aseguran no ser producto de un pasado traumático, que reconocen que su instinto homicida responde nada más que a una cuestión de carácter. En mi caso, mi amor por el musical americano no proviene de la afición de mis padres (mi madre incluso se preguntaba con desagrado por qué los personajes, de repente, se ponían a cantar como posesos) o de una presunta admiración por los gustos de mi hermano mayor (heavymetalero él, al otro lado del espectro musical e incluso vital). No. Mi devoción por el musical americano proviene en realidad de ninguna parte, de una infancia y un carácter tranquilos, de las plácidas tardes de domingo ante el televisor, del maridaje entre el cine antiguo, el cual veía con sumo placer en aquellos años en los que la televisión se resumía en dos canales, y la música melódica que tanto me gustaba.
Mi segunda confesión es más íntima, aunque también emulativa. Verán, a ratos me identifico con Tomine. Tomine es un personaje literario procedente de la última novela de Santiago Roncagliolo, un fugaz secundario cuya vida se reduce a apenas unas páginas. Tomine siente una gran fascinación por Mai, una bella cantante japonesa, por eso acude a todas sus actuaciones, noche tras noche, para disfrutar de su presencia en la oscuridad de la butaca, siempre escondido de forma anónima entre el público, esperando no ser descubierto. Quizás sea yo menos fiel, pero sí siento de una manera similar mi relación con Natalia Dicenta. Como un acosador afectado por la timidez, la he seguido allá donde su vena musical la conducía. La recuerdo con nocturnidad en la sala Clamores, también en cálidas noches de abril similares a esta en el Café Central, y en su magnífica puesta de largo como cantante en el teatro Albéniz. Escondido en mi butaca he podido disfrutar de Gerswhin y de Porter y hasta de Luis Pastor (cómo he echado de menos ese disco que nunca vio la luz) llenando el aire, derramándose desde su portentosa, armónica voz. Ellos ponían la música, pero el influjo, la magia, la fascinación siempre han sido cosa de ella, de la cantante, de la actriz. De Natalia.



Les hago cargo de tales precedentes para que entiendan la emoción que me embargó al conocer la existencia de "Al final del arco iris", la obra escrita por Peter Quilter programada actualmente en el teatro Marquina. En ella se representan los últimos días de esplendor de la gran Judy Garland, apoyados en el rostro y la voz de Natalia Dicenta. Anoche asistí a la función, y tengo que catalogar la experiencia como memorable. Aunque para ser sincero, y como a estas alturas podrán imaginar, difícilmente hubiera podido ser de otro modo.
Una de las razones de mi disfrute se debe al texto. Quilter, que ya cosechó un gran éxito hace años con su obra Glorious!, ha sabido elaborar una historia que se mueve bien a dos niveles, tanto en el terreno individual como en el simbólico. Tres personajes le bastan para convertir la crónica de los últimos días de triunfo de la estrella en un resumen de las principales claves de su vida. En torno a Judy Garland, protagonista evidente de la obra, se sitúan dos personajes que son a la vez convencionales y simbólicos. Mickey Deans es el futuro quinto marido de Garland, actual promotor de la artista, pero no es muy difícil vislumbrar en él, en sus maneras dominantes y en sus exigencias, la figura de la Metro Goldwing Mayer, el gran estudio que monopolizó y encorsetó la juventud de la futura Dorothy. En el extremo opuesto, el pianista y devoto Anthony (un magnífico Miguel Rellán), ejerce la representación del colectivo gay (LGTB si se sienten más cómodos), grupo para el cual ella fue un auténtico icono.
En esta doble lectura de los personajes, el juego de paralelismos permite el acceso tanto a un primer plano de la estrella en sus últimos días como al resumen de dos de los factores más determinantes en su vida. Cuando Deans la presiona para cumplir con sus contratos, es la MGM quien lo está haciendo; cuando le ofrece las pastillas para que siga cantando, es también el estudio quien lo hace. Por otro lado, las preocupaciones y la devoción que muestra por ella el pianista Anthony son las mismas que le dedicó el colectivo gay, tristemente y tras cinco matrimonios, el único que pareció demostrarle amor incondicional. La mejor escena de esta obra dramática, aquella en la que Anthony intenta darle un ambiguo beso en los labios, se asienta sobre este último concepto. Amor sin deseo; deseo sin amor. Aún así, el texto de Quilter no propone la figura de Judy Garland como la de un juguete roto. Sí es cierto que las referencias a sus principios en el cine y a la actitud de su madre podrían apuntar hacia ello, pero el texto hace el mismo hincapié en su adicción a los barbitúricos que en su difícil personalidad. De hecho, el carácter de la diva añade a la obra grandes dosis de humor, mucho del cual nace de sus arrebatos irascibles, de su lengua viperina y de su gran habilidad para la provocación.
Otro gran acierto es el método utilizado para convertir un argumento biografico en una obra musical. Las actuaciones de Judy Garland en el Talk of the Town, continuación de lo que va aconteciendo en la habitación del Hotel Ritz, se intercalan con los diálogos tras un fundido en negro para provocar una mayor participación del público. La desaparición de la cuarta pared convierte a los espectadores de "Al final del arco iris" en los de aquellos conciertos londinenses de 1969, integrándolos en la obra. El resultado es un mar de aplausos tras cada canción, la rendición total del público a la maravillosa voz y al arte interpretativo de Judy Garland. Porque es ella, por mucho que se disfrace de Natalia Dicenta, la que despliega sus reconocidas dotes para la seducción desde el escenario. Sus piernas abiertas, firmes sobre las tablas, sus brazos extendidos al infinito, sus nerviosas manos y su torrente de voz la delatan.



El repertorio, además, es excelente. Canciones como "For Once in My Life", "You Made Me Love You", "Come Rain or Come Shine" y, por supuesto, "The Man That Got Away" y "Over the Rainbow", configuran, entre otras, el fondo musical sobre el que se desarrolla el inteligente drama escrito por Peter Quilter. Y aunque este acaba con un tema tan figuradamente alegre como "Get Happy", uno no puede evitar, a pesar de la enorme satisfacción por el espectáculo vivido, que le embargue un cierto sentimiento de tristeza. Por la tragedia de Judy, claro, pero también por la falta de popularidad de una de las actrices más grandes de su generación, Natalia Dicenta. Alguien lo decía la otra noche: si no haces televisión o cine, no existes.


* Imágenes extraídas de la página web de la obra, Al final del arco iris.