lunes, 3 de octubre de 2011

El árbol de la vida

No recuerdo la última vez que una película me ofendió tanto, ni ninguna otra que me ofendiera en sus dos vertientes, narrativa e ideológica. “El árbol de la vida” es una obra absolutamente personal, es la manera que tiene Terrence Mallick, director y guionista de este panfleto católico, de entender a Dios. Un acto evangelizador servido al mundo entero en 141 minutos de brainwashing global. Un paso más en esta nueva ola de adoctrinamiento religioso que hace unos meses pudimos vivir en directo (para nuestra desgracia) los madrileños. ¿Por qué me ofende? Por la misma razón por la que lo hace cualquier programa magufo dedicado al esoterismo. Porque me molesta la propaganda camuflada. Porque, una vez capturado en la trampa que anima a visionarla he bajado las defensas, y el mensaje católico, con toda su soberbia y pomposidad, con toda su patética loa al servilismo, me ha llegado sin filtros. Como la píldora amarga que una madre esconde en el centro del pastel de chocolate para engañar al infante enfermo con la idea de que éste se la trague. 
La película comienza con la presencia de una luz rojiza y una propuesta susurrada: hay dos maneras de tomarse la vida, la de la Naturaleza, fría, cruel y egoista, o la otra, en la que damos sentido al mundo desde nuestra riqueza interior. Hay una pérdida, la muerte de un hijo. Los padres, muy creyentes ellos, se preguntan por qué Dios consiente esto, por qué comete tal acto. La madre está destrozada. El hermano, varios años después, también. Revive esa pérdida entre paisajes y enormes construcciones humanas, carentes sin embargo de humanidad. A continuación asistimos a un proceso macrocósmico de violenta belleza, tan convulso como las entrañas emocionales de esa madre y ese hermano dolientes; una bella metáfora. Luego vemos imágenes del principio de los tiempos, de un saurio perdonándole la vida a otro, quizás esa piedad por el débil que en nuestro mundo capitalista actual, de arquitecturas inhumanizadas, hemos perdido.
El corpus central se extiende durante más de una hora, una crónica de la infancia, del despertar al mundo de un niño que se hace mayor, que comienza a darse cuenta de que los mayores actúan en sentido opuesto a como a él le obligan a actuar, que mienten, que perjuran, que usan modales que a ellos les prohiben. Hay una cosa extraña en esta parte de la película. El temor al padre que muestran los niños parece exagerado. No los maltrata físicamente, sólo es bastante autoritario. Pero les acaricia, los cuida, se desvive por ellos. Sin embargo, los niños le temen. No hay muestras de afecto entre él y su esposa, pero sí con los niños. La visión del hermano mayor nos hace recordar la desilusión ante el descubrimiento de ese mundo real al que accedemos tras la infancia, lleno de falsedades y máscaras.
Llega el final, y aquí culmina la trampa. Hasta aquí, la voz del narrador se ha mantenido neutral durante todo el filme. Aunque la lectura de la película ha caminado en la cuerda floja entre el potencial interior humano (las emociones, los sentimientos y el anhelo de trascender) por un lado y la religión por otro, jamás se ha decantado, ha permitido la doble lectura del argumento, religiosa y atea. Los personajes creen en Dios, pero pueden ser el material de estudio o una simple excusa de la narración, el seguimiento a una de las muchas maneras de interpretar nuestra riqueza interior y nuestro intento de interpretación del mundo. Quién sabe. El narrador omnisciente en ningún momento ha mencionado Su nombre, ni explícita ni implícitamente. Ha primado la ambigüedad.




Pero en los últimos diez minutos, la narración elimina la neutralidad del filme mostrando varias imágenes que contienen una simbología inequívocamente cristiana. El protagonista se hinca de rodillas y dirige sus manos a los mojados pies de la persona que tiene enfrente; la madre eleva su mirada al cielo y, en plena iluminación, pronuncia la bochornosa frase: “Te entrego a mi hijo”. Y el director, en lo que seguramente cree un acto de genialidad, deja que sea el espectador quien vea la luz al acabarla mentalmente: “…como tú nos entregaste al Tuyo”. Punto. La felonía ha sido realizada. Como una bomba de relojería, la revelación final emite ondas de retroceso que transmutan toda la realidad anterior de la película hasta su principio. Y todo cobra sentido. 
Esos minutos finales suponen un Nuevo Testamento. Todo lo visto anteriormente remite al Antiguo. Marcha atrás, todo va tornándose transparente. La historia de la familia media americana contiene episodios bíblicos, desde Caín al angel caído. Los padres no son otra cosa que la doble dimensión de Dios, su autoridad incomprendida, personificada por el padre, y su amor incondicional, encarnado en la madre (ahora se comprende que el padre no exprese violencia auténtica, pues juega el papel de Dios, y Dios, como todo el mundo sabe, jamás ha echado mano de la violencia). La rebeldía del niño, su deriva entre el bien y el mal originada por la incomprensión ante la conducta de su padre es la de los pobres humanos ante los ignotos designios de Dios. La recreación del pasado de la Tierra se realiza sin fechas (podrían ser 7 días, por qué no), sin aparición de simios. El raptor piadoso está libre del pecado original. El fondo cósmico no es otra cosa que la grandeza de Dios. La luz rojiza es luz divina, Dios en persona. 
Cuando los títulos de credito comienzan a desfilar, tengo la misma impresión que si hubiera dejado entrar a mi casa a alguno de esos siniestros personajes que van en parejas, vestidos de igual modo, y que intentan venderte la salvación divina desde el sofá de tu salón. Entiéndanme, no es el fondo lo que me solivianta, que también, sino la forma. Disfruto estéticamente de algunas películas de la Riefenstahl, por muy nazis que sean, y adoro el peplum cristiano. Lo que no soporto bien es la engañifa y la pretenciosidad. Mallick se emplea durante dos horas para hablar de nuestra realidad existencial interior, del misterio universal de nuestra condición humana para, en los diez minutos finales, sacarse de detrás de la espalda su producto y descubrirse como un vulgar vendedor de feria. Como señalan en algunas de las miles de páginas católicas dedicadas a la película en la Red, “El árbol de la vida” se pregunta qué somos para Él y por qué seguimos creyendo. 
Para quien está libre de religiosidad, ¿hay algo salvable en este panfleto religioso? Desde luego, aunque sólo si uno es capaz de abstraerse del mensaje. Algunas imágenes son magníficas. El tramo cósmico, acompañado por el Lacrimosa de Zbigniew Preisner, es perturbador. La crónica de la infancia muestra momentos fraternales con una gran sensibilidad. Las piezas clásicas contenidas en la banda sonora podrían ser mejores, pero juegan su papel a la perfección. Tanto ellas como la música de Alexandre Desplat están bien integradas. Y por otra parte, hay una última cuestión por la que la película me parece interesante. “El árbol de la vida” no es mas que una respuesta consciente, hecha desde la religiosidad, a “2001, una odisea en el espacio”, la obra maestra de Stanley Kubrick, la mejor película de ciencia ficción jamás rodada. Me divierte comprobar cómo utiliza sus mismas herramientas formales para construir algo opuesto, pero con resultados acordes a su correspondiente orígen. Si la obra de Kubrick permite dos lecturas opuestas, científica y religiosa, la obra de Mallick es dogmática y unívoca.
Así es la religión, no contempla alternativas.




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