martes, 27 de diciembre de 2011

Ian Watson. Magia de Reina, Magia de Rey

Hace un par de semanas cumplí una vez más con el saludable hábito de asistir a la cena que todos los años organiza la Tertulia de Santander. Como siempre, la belleza de las tierras cántabras y de sus gentes, y el reencuentro con muchos de los asistentes, algunos de ellos buenos amigos, me dejó con ganas de repetir el año próximo. Además de la cena, en la que se regalan libros por sorteo, es tradición que durante la tarde previa al acto gastronómico tenga lugar un evento literario. Se suele celebrar en la librería Gil, y consiste, por lo general, en la presentación de algún libro publicado a lo largo del último año. El autor contesta a las preguntas de los oyentes y luego se suma a la cena. Este año le ha tocado el turno a Putas de Babilonia, del escritor británico Ian Watson.
Watson es, desde hace tiempo, un habitual de nuestro país (hay algo en España que le seduce), así que no tuvo problemas para integrarse rápidamente en la celebración. Tuve la suerte de compartir con él una cerveza y escuchar atentamente sus respuestas a las preguntas que Nacho Illarregui, máximo responsable de Prospectiva, le iba haciendo. Me pareció una de esas personas cuyo aspecto engaña a primera vista. Pequeño de lejos, siempre risueño y dueño de un gran sentido del humor, puede dar la impresión desde el auditorio de que se está ante un venerable bonachón. En la distancia corta, sin embargo, toda la afabilidad se torna inteligencia, especialmente en su mirada. Hace gala, además, de esa impecable dicción inglesa-inglesa que tanto nos fascina a los que seguimos la versión original en las pantallas. El caso es que quedé gratamente sorprendido en el trato directo con el escritor, aunque me temo que no sucedió lo mismo a la inversa.
Mi forofismo futbolístico me llevó a preguntarle si le gustaba el noble deporte (al fin y al cabo, esa misma noche se jugaba el clásico). Para que se hagan una idea de cuánto no es así, me expuso un caso de la selección inglesa, uno de los dos únicos partidos completos que ha visto en su vida, en términos muy negativos. Teniendo en cuenta lo que representa la selección nacional para un inglés, casi una cuestión de Estado, y lo poco que a él le importaba aquello, el asunto quedó zanjado allí mismo. Desgraciadamente, mis posteriores alaridos en los tres goles que el Barcelona le endosó al Real Madrid durante la cena, ante los cuales expresó cierto desagrado, tampoco debieron de ayudar mucho. Qué le vamos a hacer, me apasiona tanto el fútbol como la literatura, una dualidad que, en todo caso, no resulta nada extraña. Si a ustedes les parece que sí, indaguen un poco en internet. Se llevarán una tremenda sorpresa.
Como posible desagravio, y aunque él no lo sabrá jamás, aquí les dejo la reseña del último libro de Ian Watson que he leído. Como revela la última frase, han pasado algunos años desde que lo hice, así que quizás vaya siendo hora ya de rescatar alguno de los que reposan en aquel lado de la estantería, ese que guarda mis intereses pasados.




Como escritor, Ian Watson siempre se ha decantado por la variedad y el cambio. Enemigo de la repetición, gusta de encadenar proyectos con escasa o ninguna relación entre ellos. Tras publicar la trilogía de la Corriente Negra, serie enmarcada en el género de ciencia ficción a pesar de su aspecto fantástico, el escritor británico se embarcó en otra de sus originales apuestas: Magia de reina, magia de rey, un extraño ejercicio de porte similar que se dirige en su conclusión hacia el -inevitable tratándose de Watson- elemento trascendente.
La novela se publicó en 1986, y la primera de sus tres partes, “Magia de reina, magia de peón”, se incluyó de forma casi simultánea en el número de septiembre de The Magazine of Fantasy & Science Fiction. En ese mismo número, Orson Scott Card realizaba una breve reseña y aludía a la figura de Pirandello en alabanza a la novela de Watson. Seguramente haya que ir bastante más lejos buscando comparaciones, por ejemplo al relato satírico propio de la literatura europea del siglo XIV. Las dos primeras partes del libro retrotraen al lector hasta los ambientes y personajes que proliferaban en las obras de Bocaccio o Chaucer.
Watson traslada las reglas del juego del ajedrez a un entorno renacentista, y lo hace de manera brillante. La forma en que los movimientos de ajedrez forman parte de la acción es realmente ingeniosa, “mágica”. Saltos de caballo, cambios de peón por dama o comidas al paso se alternan con la historia del aprendiz de peón, Pedino, quien impulsado por el amor intentará buscar otra salida a la eterna lucha cíclica que mantienen Bellogard y Chorny, reinos cuya clase dirigente representa respectivamente a las piezas blancas y negras en un mundo que se constituye en extraño tablero de ajedrez.
La guerra continua que Watson coloca como eje central del libro, inexplicable y eterna, recuerda a otros magnos enfrentamiento librados en el campo de la ciencia ficción, como por ejemplo la inextinguible lucha entre arañas y serpientes que narrara el maestro Leiber en sus Crónicas del gran tiempo. Pero cualquyier similitud desaparece al final, en el último tercio del libro. Allí, el protagonista se ve inmerso en un metajuego, un recorrido por universos paralelos al suyo regidos por las normas del Monopoly, el Serpientes y Escaleras y otros juegos que Pedino recorrerá, en claro contraste con la despreocupación de sus compañeros de viaje, en busca de lo que todo ser humano desea: respuestas a su existencia.
Magia de reina, magia de rey es una fantasía con espíritu de ciencia ficción, un juego que se sirve de otros juegos para disertar sobre los distintos planos de existencia, sobre lo ficticio y lo real, el destino y la libertad. Escrito con gran agilidad, su lectura es un breve y raro disfrute que deja bien claros sus objetivos, no se extiende más de lo necesario y libra al lector del habitual abuso de páginas. Un arriesgado acierto de Watson cuya publicación en nuestro país refrenda el buen arranque de la joven colección Bibliópolis Fantástica.


El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.

sábado, 3 de diciembre de 2011

El regreso del Señor de la Noche. Frank Miller, Klaus Janson y Lynn Varley

Cumpliendo la promesa aperturista que realicé cuando hice la remodelación de Literatura en los talones, les presento aquí una de las novedades. Me comentaba un amigo recién llegado al blog que le había defraudado la falta de reseñas de cómics. "¿Es que no lo consideras literatura?", me preguntó con cierta sorna. Y no, no es que me acerque al pensamiento del ínclito Molina Foix (bien lo sabe el propio Alberto, al que he dejado unos cuantos tebeos), pero me gusta seguir la ortodoxia y el respeto al etiquetaje. El cómic es, sin duda alguna, arte, como lo es la literatura, pero ni el cómic es literatura ni la literatura es cómic. Son artes distintas. Como este blog estaba dedicado por completo al entorno literario, me había limitado, con un par de contadas excepciones, al mundo de los libros. Hasta ahora
Como toma de contacto, comenzaré con un texto que he rescatado del pasado remoto, una breve reseña dedicada a una de las novelas gráficas más grandes que conozco. Su elección me la ha servido en bandeja la polémica desatada por las recientes declaraciones de Frank Miller en su blog, a las que Alan Moore, el mayor genio del cómic contemporáneo, ha respondido de la manera que pueden leer en este enlace. La retrógrada visión que tiene Miller del movimiento ocupacionista de Wall Street sólo habrá sorprendido a los que no hayan seguido su trayectoria, pues hace tiempo que el común de los aficionados sabe de qué pie cojea el afamado guionista y (pésimo) director. La respuesta de muchos aficionados, sin embargo, sí me ha dejado algo perplejo.
Hace años que sé lo que hace la ira con la perspectiva y la ecuanimidad, y sin embargo, cada vez que eso ocurre me vuelve a sorprender. Para algunos, es como si el tiempo lo devorará todo, como si ante la pujanza del presente, el pasado desapareciera de un plumazo. Puedes crear varias obras maestras y ser posteriormente denostado o completamente olvidado si tus siguientes creaciones no están a la altura. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la figura de Arthur C. Clarke en la ciencia ficción literaria. Creador de algunas de las novelas más importantes del género, fue ninguneado posteriormente debido a la baja (bajísima en algunos casos) calidad de sus últimas obras. Con Miller se da el mismo caso, con serios agravantes. No sólo sus últimos cómics no han estado a la altura. Su ambición por la polivalencia, mancillada debido a su pésimo trabajo en la dirección cinematográfica, le ha colocado además en un mal lugar.
Pero esa entrada en barrena posterior, repito, no debería tener como consecuencia el olvido de su grandeza anterior. Sus obras maestras siguen ahí; la mejor etapa de un superhéroe que yo haya leído, su Daredevil de los 80, sigue ahí; Born Again, culminación de esa época y una de las cimas del cómic, sigue siendo un máster compactado para jóvenes guionistas; El regreso del señor de la noche, la mejor versión de Batman con la que yo me haya cruzado, continúa sorprendiendo con su visión crepuscular del héroe a todos los que lo leen por primera vez; Batman: Año Uno, Ronin, Elektra: Assassin... Todas ellas anteriores a Sin City o 300, obras en su día también muy valoradas y a las que la fama negativa actual del autor sin duda ha perjudicado. Si olvidar esas auténticas joyas del cómic resulta una injusticia y una adulteración del pasado, imagínense entonces la magnitud de la tropelía cuando la discriminación de la obra procede, como en este caso, de un prejuicio ad hominen.
Desechar la obra de un individuo por sus ideas fascistas me parece tan abominable como el propio pensamiento fascista. El ideario de Frank Miller, la persona, huele a podrido, y el autor, sin duda, ha perdido gran parte de su creatividad, pero la calidad de aquellas obras maestras resiste sin mácula el paso del tiempo. Y seguirá resistiendo también las falsas consignas de los airados. Concédanle al César lo que es del César. Denosten al actual Miller si quieren, pero relean al joven, disfruten de su monumental obra. Háganse ese favor a ustedes mismos.



Sucedió en los 80. John Byrne se acercaba desde la ortodoxia a la perfección estética mediante un dibujo limpio y una  narrativa cristalina, abordando las historias clásicas desde perspectivas más modernas. A su vez, Alan Moore sentenciaba con acento iconoclasta la corrección política y la estrechez clásica argumental norteamericanas. En medio de todo ello, un guionista colosal llamado Frank Miller incorporaba, partiendo de una estética noir, una tercera vía merced a la utilización de un método ya probado, aunque nunca de forma tan contundente en el campo superheróico: empujar a los personajes de siempre hasta territorios extremos, allí donde jamás había llegado superhéroe alguno. Así, dotó de humanidad y una pátina de locura a un personaje tradicionalmente segundón, Daredevil, regalando a los lectores una etapa imborrable, culminada posteriormente con una conclusión que convulsionó el mundo del cómic, Born Again, una de las mejores obras que jamás haya visto el medio. En 1986, Miller se embarcó en la ambiciosa empresa de relanzar a un mito cuyos matices oscuros, en estado latente desde su creación, nunca habían sido explotados a conciencia. Batman, el hombre murciélago, iba a ser rebautizado.
En El regreso del Señor de la Noche, Miller despliega todo un abanico de personajes irrepetibles, acercándolos sin secretos al lector mediante la continua exposición de sus pensamientos y diálogos. En la forma que tiene Miller de entender el cómic, el personaje es lo más importante, no el decorado. Dotados de una sinceridad que sobrecoge, de una honestidad total, desempeñan su papel con la dignidad propia de quien asiste a la muerte de un icono, de un ser casi mitológico. El malvado Dos Caras nunca tuvo opciones. No importa el aspecto físico que uno tenga, pues Batman sabe (y con él todos) que la auténtica fealdad reside en el interior, que la belleza exterior no es más que un disfraz, una máscara tras la que esconderse. Joker, representación del mal, debe su razón de ser a la existencia del bien. Si no hay Batman no hay Joker. Al contrario de lo que el cómic ha declarado clásicamente, es el héroe quien crea al villano y no al revés. En este caso, la encarnación del Joker es la más perversa que se haya visto, quizás por ser la última. Sabe que su única oportunidad de triunfo está en robar la "virginidad" de Batman ensuciando su nombre, de arrastrarlo definitivamente al otro lado, allí donde ya no podrá esconderse tras los valores éticos que mantienen su cordura.
Este Batman crepuscular necesita a alguien que cargue con un peso que ya no es capaz de soportar, por eso busca, más que acepta, al nuevo Robin. Superman, su única competencia real en todos estos años, epítome del bien, éticamente superior, sufre el rencor de Batman. Por obligarle a abandonar años atrás, y por lo que representa. Batman ve al kryptoniano como a un ser débil, sin matices, y por tanto incompleto, un dios que por su condición nunca podrá comprender a un hombre común. Han pasado los años, y entre ellos ya no hay disfraces. Ellos son Clark y Bruce, dos personas, dos iguales. Del esperado enfrentamiento final entre ambos sólo puede morir el más debil, y este es Bruce Wayne. La conclusión final no puede ser otra, estuvo ahí siempre: sin personalidad secreta, Batman ya no tiene por qué ocultarse bajo el disfraz de Wayne. Si en Born Again el guionista asesinaba al superhéroe como medio para que el ser humano se encontrara a sí mismo, aquí procede a lo contrario. Matt Murdock se disfrazaba de Daredevil; Bruce Wayne siempre fue la máscara tras la que se protegía el ser real, Batman. Miller juega con lo que mejor domina, la dualidad y el sentido moral, demostrando con gran maestría que en sus terrenos reina el claroscuro.
Estéticamente, el dibujo sacrifica el preciosismo por la fluidez de la narración, y aunque en algunos momentos se muestra algo confuso, en otros compone viñetas de una brillantez apabullante, auténticos cuadros impresionistas en los que la forma adquiere más valor que el detalle. Si encuentran una edición lujosa no miren el precio. Tendrán una oportunidad única de acceder a una obra imprescindible del cómic de superhéroes y al mejor trabajo de uno de sus indiscutibles maestros. El Regreso del Señor de la Noche contiene una riqueza conceptual mayor que la que reúnen algunos buenos libros. Si jamás han probado esto del cómic, no se lo piensen, es un punto de partida inmejorable.



El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.