viernes, 28 de diciembre de 2012

James Morrow. Remolcando a Jehova


Hoy es 28 de diciembre y debería tocar inocentada. Pero no. Este año maldito no se presta a gastar bromas, ni siquiera en su anhelado cierre. Por ello, he preferido echar mano de la otra connotación que guarda esta fecha, la religiosa (ya saben, un día como hoy, dicen, a Herodes le dio por la degollina de bebes, otro de esos alegres episodios de los que está repleto el libro más traducido de la Historia). En realidad, lo que viene a continuación es una suma de ambas cosas, una jaimitada ortodoxa. Se trata de un chiste mal elaborado a costa de la religión católica, un libro que cerré diciendo: pues vale.






¿Quién no ha intentado alguna vez, cargado de buena intención, arrastrar a un amigo hacia los placeres hoy démodés de la lectura? Y en consecuencia, ¿quién no ha rebuscado en su mente algún libro que, explicado en pocas palabras, lograra enganchar a la futura víctima? La novela aquí reseñada sería, sin duda, el díptero más apreciado si de pesca con mosca estuviéramos hablando; resumida adecuadamente, contiene una de las ideas más atractivas que para un lector occidental haya dado jamás el género de fantasía. En sus páginas, el cadáver de Dios, de tres kilómetros de longitud, flota en algún lugar del Atlántico. El Vaticano encomienda a un capitán venido a menos la secreta misión (sugerida por los moribundos ángeles) de remolcarlo con un superpetrolero hasta los hielos árticos, donde se halla su sepultura.
Con una premisa de semejante tono, Remolcando a Jehová se presenta desde el principio como un divertimento cómico de remarcadas intenciones satíricas, un vehículo para exhibir las vergüenzas de algunos grupos radicales a los que Morrow ridiculiza sin el mínimo atisbo de piedad. Los racionalistas ateos se ven obligados a tratar de hacer desaparecer el cadáver, cuya sola presencia demostraría que siempre han estado equivocados; las feministas han de evitar que el mundo descubra que Dios, el Creador, es un hombre, revelación que volvería a sumir a las mujeres en el plano secundario que sufrieron en el pasado; la Iglesia... la Iglesia sólo intenta quitarse el muerto de encima.
No se puede negar que en los terrenos del esperpento el autor deja momentos realmente brillantes, y que algunos llegan incluso a provocar la carcajada. Las imágenes de la gargantuesca deidad remolcada por las orejas, explorada a bordo de un jeep, con la nariz sucia y el pene destrozado a mordiscos por los tiburones, o la herética toma de la "comunión basura" por parte de los protagonistas son capaces de escandalizar hasta al más ateo de los lectores. Pero si una sátira ha de ser a la vez mordaz e inteligente, Remolcando a Jehová fracasa en lo segundo por un problema de falta de mesura.
La intención del autor de crear una crítica real por medio de la exageración fracasa rotundamente; la novela deja la única impresión de ser una mera excusa, un instrumento para despotricar sobre las actitudes extremistas de los mencionados grupúsculos radicales, un ejercicio chauvinista que intenta rizar el rizo de la herejía graciosa, sin más chicha que la mera risotada. El resultado dista mucho de conseguir la mordacidad que sí está presente en, por ejemplo, El instante Aleph, donde Greg Egan logra sacar los colores a los integrantes del misticismo antirracionalista por la vía rápida.
Aunque Morrow declara que su objetivo principal era el de homenajear la abandonada literatura de aventuras marítimas, lo único que logra es una lenta y aburrida narración de hechos carentes de interés. El libro es un gran chiste hueco en el que personajes incapaces de escapar del estereotipo ridiculizante que interesa al autor intentan construir una aventura amena que se torna indigesta ya desde el comienzo. La intrigante cuestión de qué le ha pasado a Dios es ninguneada y sólo recordada en algunos tramos. Su resolución, explicada como un empujoncito clarkiano otorgado por una entidad cuya máxima expresión siempre ha sido -un hecho que no es discutible- la despreocupación total hacia la Humanidad, no puede ser considerado más que como otro de los chistes que salpican las páginas de este aburrido libro.
La cuestión de fondo más sobresaliente a nivel especulativo es irrisoria e intrascendente. La asunción de que el conocimiento de la falta de supervisor por parte de la Humanidad repercutiría en un mayor grado de violencia no puede ser tomada mas que como otra jocosidad del autor. Remolcando a Jehová contiene una de esas historias que resultan más graciosas oídas que leídas. Una humorada que como chiste está bien, pero como lectura no merece ni el trabajo ni el tiempo dedicados a ella.


El texto original de esta reseña fue publicado en Bibliópolis, crítica en la Red.


martes, 18 de diciembre de 2012

Jack Williamson. Terraformar la Tierra

La capacidad de sorpresa es como un recipiente que no se colma nunca. Leo en el diario de esta mañana que uno de cada cinco estadounidenses cree de veras que el planeta verá su fin el próximo viernes. Llevamos arrastrando la falsa predicción maya más de un año, principalmente para reírnos de ella, y sin embargo hay una muchedumbre en pleno mundo civilizado que ha dado crédito al bulo. Cada vez que ocurre algo así dejo de preguntarme cómo es posible que la religión, bajo sus diversos disfraces, haya logrado extender su manto de ignorancia a lo largo y ancho de todo el planeta. El ser humano es supersticioso, magufo, admitámoslo de una vez.
Lo que en realidad no supone más que el reseteo de un calendario creado hace cientos de años se ha transformado, de forma esperpéntica, en la certeza del fin de la especie. La tontería ha llegado a tal punto que la propia NASA ha decidido reírse del asunto a través de un vídeo aclaratorio, este que tienen a continuación, cuya publicación ha retrasado hasta el sábado por aquello de "el día después".






Ya lo escribí antes, vivimos en tiempos apocalípticos, y anécdotas como estas son aprovechadas por los crédulos para dar pábulo al catastrofismo. Algo que en parte irrita nuestro lado racionalista, pero, confesémoslo de una vez, alegra a ese chiquillo aficionado a la ciencia ficción que algunos llevamos dentro. El fin de la Tierra y de la Humanidad es, sin duda, uno de los temas clásicos de la ciencia ficción. Generalmente va asociado al postapocalíptico, un subgénero que se centra más en narrar la epopeya de los supervivientes en el mundo residual que en detallar el proceso de destrucción, pero también hay relatos cuyo corpus está enteramente imaginado sobre esa catástrofe final. La fascinación que ejerce el fin de todo es hija directa del sentido de la maravilla del género, que también puede ser oscuro.
Si rebusco en la memoria, creo que las dos novelas de proceso apocalíptico con las que más he disfrutado han sido Tierra, de David Brin, y especialmente La fragua de Dios, de Greg Bear, libro al que ya me referí en otra entrada por motivos más personales. La destrucción del planeta que describe Bear es tan detallada e inmisericorde que uno acaba casi coreando la catástrofe, tal como ocurre con las películas de Roland Emmerich, lo que viene a ser pura catarsis.
Más allá del apocalíptico y el postapocalíptico hay incluso un tercer ramal del que han surgido también novelas importantes. Va un poco más lejos en el tiempo y suele desarrollar la historia de una nueva Tierra, de un nuevo ciclo natural tras el fin de nuestra presencia en el mundo. Quizás la obra más importante dentro de esta variedad sea Invernáculo, uno de los logros principales de Brian Aldiss, pero dentro de este tipo de narración siempre recordaré Terraformar la Tierra, una novela humilde escrita por el viejo Jack Williamson hace menos de una década que reivindica sabiamente la ilusión y la sencillez de la Edad de Oro, aquella época del género en la que todo era menos complejo, menos difícil. Y más hermoso.



A lomos del zeitgeist cultural, el género de ciencia-ficción ha ido sumando nuevas perspectivas y formas hasta adquirir una notable complejidad. La nueva filosofía del "todo vale" ha traído en muchos casos la fusión de subgéneros y una marcada derivación hacia el barroquismo, tanto conceptual como estilístico, añadiendo a la cf una complicación a veces superflua. Sin embargo, aún existen escritores que cultivan de manera actualizada la cf más ortodoxa, la de siempre. Son los herederos naturales de los grandes maestros. Por nombrar algunos, los Sawyer, Wilson, o McDevitt. Y también Jack Williamson, que en realidad es heredero de sí mismo.
Williamson, Gran Maestro de la Ciencia-Ficción, constituye un caso excepcional. Ya había publicado varias novelas y tratado los grandes temas del género -por ejemplo el space opera en La legión del espacio, o la robótica en Los humanoides- cuando los principales autores de la cf actual aún no habían nacido. De hecho, el norteamericano ya vendía relatos en 1928, cuando incluso muchos de los padres de aquellos escritores todavía no existían. Lo más admirable en este caso, además del factor de longevidad en sí mismo, es el hecho de que una persona de 94 años continúe escribiendo ciencia-ficción de calidad.
Terraformar la Tierra, obra ganadora del Campbell Memorial en 2002, añade longitud a la novela corta "The Ultimate Earth", galardonada anteriormente con los premios Hugo y Nebula. En ella se asiste a las peripecias de sucesivas generaciones de clones creados en una automatizada base lunar, los cuales tienen como objetivo y finalidad la reinstauración del viejo orden natural en la Tierra, desprovista de vida tras un catastrófico impacto cometario. La narración simultanea dos tramas principales centradas en las vivencias personales de los clones y en el repetido proceso de regeneración y destrucción que soporta el planeta a lo largo de millones de años. El factor humano se muestra decisivo, ya que los propios clones alteran el curso del proyecto debido a sus diversas personalidades y a las distintas acciones no programadas que realizan. Entre las breves apariciones humanas, la Tierra aparece como un enorme laboratorio abierto a la vida, a distintos caminos evolutivos, víctima a su vez de inexplicadas invasiones alienígenas.
La primera mitad del libro se regodea en lo extraño, en ajenas formas de flora y fauna que recuerdan lejanamente a Invernáculo, el clásico de Brian Aldiss, incluyendo incluso una peculiar versión de la morilla parasitaria que protagonizara parte de aquella obra. La novela engancha, se lee con gran interés, pero presenta algunos puntos oscuros en el argumento. Su principal defecto trae reminiscencias de una época que tuvo sus mejores virtudes en la continua búsqueda del entretenimiento y el sentido de la maravilla, y sus carencias más notables en el escaso tratamiento de personajes. Éstos adolecen de una falta de profundidad notoria. Se lanzan a la muerte, a la soledad de por vida o al desempeño de su misión con una alegría despreocupada, respondiendo siempre al mismo patrón, ciclo tras ciclo. Son símbolos que representan el último vestigio superviviente de una humanidad que el tiempo dejó atrás y que aquí se transfiguran en metáfora del autor y de su propia obra, rescoldos literarios de una cf que proviene de la nostalgia y que cuenta con el gran atractivo de lo añejo.
En un momento de complejidades, retruécanos y requiebros, como contrapunto a escritores como Stross, Stephenson, Harrison o Miéville, Williamson devuelve la sencillez y la simplicidad de la Edad de Oro a la cf actual. Se agradece tal descanso entre el bullicio posmoderno.



Esta reseña fue publicada originalmente en Bibliopolis, crítica en la red.