domingo, 24 de marzo de 2013

Pellizcos

Hay un elemento de esquizofrenia en escribir, un elemento de desorden de la personalidad, de agresión pasiva y de megalomanía. Y todas estas cosas son necesarias.

-David Mitchell-

miércoles, 20 de marzo de 2013

Robert Silverberg. El libro de los cráneos y Muero por dentro


El saldo de libros perpetrado bienalmente por La Factoría de Ideas es un acaecimiento matemático, una certeza tan indiscutible como lo es el relevo de las estaciones cada año. Lejos quedan las palabras que el responsable de la editorial, Juan Carlos Poujade, escribiera hace casi cuatro años como contestación a un artículo escrito por Julián Díez en la web Prospectiva.
Las circunstancias de este saldo, que he explicado por activa y por pasiva, son coyunturales. No tienen nada que ver con que La Factoría de Ideas sea una editorial que salde de manera habitual. Ni que haya que esperar más saldos. Probablemente, de hecho, no vuelva a haberlos. Cualquiera que nos haya seguido en los 10 años que llevamos publicando ficción lo sabe.
Desde aquello, la editorial ha realizado al menos otras dos operaciones semejantes. Les aconsejo que lean el mencionado artículo, titulado Consecuencias de un saldo, en el que se da un repaso tanto a las causas que pueden motivar semejante estrategia como a los ulteriores efectos perniciosos que ésta tiene para la propia empresa y para el mercado. Si por alguna razón extraña no imaginan cómo afecta esto al cliente, les sugiero que lean la entrada que Nacho Illarregui, ganador el pasado año del premio Ignotus por su artículo sobre la desidia de la editorial Gigamesh, dedicó a ese mismo saldo del año 2009 bajo el ingenioso y harrisoniano título "¡Hagan sitio, hagan sitio!", gritó la Factoría de Ideas. Illarregui muestra una envidiable cualidad visionaria en sus comentarios:
Mi postura les sonará; es la misma que la de ocasiones precedentes. Tengo ganas de leer Brasyl, la nueva novela de Ian McDonald. Me encantaron El río de los dioses y Camino desolación. Pero ¿para qué voy a pagar 21 euros si dentro de dos o, a más tardar, cuatro años la voy a tener a 6? Lo siento por McDonald, que puede quedarse mucho tiempo sin volver a ser editado en España porque no venda lo suficiente. Pero por tonto paso una vez.
Cuatro años después, Brasyl, de Ian McDonald, se incluye en el lote saldado a un precio de 3,95 euros, dos menos, incluso, que los predichos en el artículo. Yo, supongo que como muchos, tomé la misma determinación por los mismos motivos, y confieso que me tiemblan las orejillas cada vez que calculo cuánto dinero me he ahorrado estos años. Si después de leer esto deciden ustedes correr a la librería en busca de la ganga perdida, sepan que, además de Brasyl, hay dos libros muy potables: Tiempo de cambios y La torre de cristal. Pertenecen a la mejor época de Silverberg, uno de esos autores de ciencia ficción que merecerían haber obtenido una consideración mucho mayor de la que tienen. Su novela Muero por dentro es, para mi gusto, una de las mejores obras literarias del siglo XX.



Robert Silverberg es uno de los autores más prolíficos del género. El elevado número de novelas escritas por el norteamericano se torna inabarcable si nos referimos a sus cuentos. No obstante, a la hora de calibrar la calidad de sus obras, crítica y lectores se han mostrado generalmente unánimes: los libros que publicara entre finales de los sesenta y principios de los setenta constituyen, sin duda alguna, su cumbre literaria. Y entre todos ellos, la joya de la corona lleva el título de Muero por dentro.
David Selig está perdiendo su poder telepático. Sin que nadie lo sospechara, desde que era un niño ha tenido la capacidad de entrar a voluntad en la mente de los demás, y ahora, cercano a los cuarenta, asiste con desesperación a la progresiva decadencia de ese don. Debido a su poder anormal, Selig se sabe un monstruo, un ser asocial a quien su sentido ético tortura en demasía. Piensa que la utilización de su poder es amoral y se castiga a sí mismo con una vida mediocre, a través de la cual busca su redención. Odia y ama su poder al mismo tiempo, y carga sobre éste toda la culpa de su aislamiento hasta el punto de considerarlo un ente aparte. A pesar de su don, es un auténtico loser que no se acepta a sí mismo, ni siquiera cuando encuentra a un semejante, personaje que contrasta llamativamente con él por sus desinhibiciones. Al final, Selig consigue ser normal pagando un alto precio. Deja de ser un dios, pero a cambio consigue la felicidad anhelada. O quizás no, pues la frase final, un prodigio de concisión, apunta hacia algo muy distinto.
La narración describe el desarrollo del proceso y los recuerdos del protagonista con una gran destreza, de tal modo que al final del libro el lector sabe más del propio Selig que él mismo. Novela escrita desde las entrañas, Muero por dentro es un prodigio en el difícil arte de la descripción interior (seguramente la novela más rica del género en lo que a profundidad de personajes se refiere), un detallado estudio, oscuro y pesimista, sobre el sentimiento de pérdida y la resignación como única respuesta viable. Escrita por un Silverberg de edad próxima a la del protagonista, la novela supura desencanto y se abre a posibles paralelismos que parecen apuntar hacia una profunda crisis del autor.
No se puede hablar de influencia de la new wave en esta obra, sino de rendición e integración, lo cual la convierte en uno de sus máximos exponentes. La telepatía, el elemento fantástico de la novela, no importa per se, son sus consecuencias en las personas, en su sentido moral y existencial lo que cuenta, de tal modo que al final nada se sabe, no hay respuestas al porqué de ese poder, sólo existe el cómo. El sentimiento de pérdida tiñe toda la novela, pero también, y sobre todo, el de la soledad del diferente, que ha castigado a Selig desde su nacimiento y que al final parece desaparecer con su don.
El estilo narrativo es extraordinario. Mezcla persona y tiempos verbales en lo que debería ser un caos, pero en realidad, gracias al ritmo de la narración, acaba produciendo un efecto devastador que acerca el estado mental del protagonista al lector con tremenda intensidad. La inclusión de los escritos de Selig apoya aún más la exploración del personaje, incisiva disección de un perdedor trufada de momentos que alcanzan una intensidad hiriente, como por ejemplo el episodio alucinatorio del LSD, la paliza que marca su caída total al abismo o la violación interior de uno de los personajes.
David Pringle, descontento con la amargura que destila la novela, la ve como una revisión de El lamento de Portnoy, de Philip Roth, una de las mejores obras del maestro de Newark. Si bien es cierto que el parecido estilístico está ahí, hay diferencias cruciales. El cinismo y la ironía de la obra de Roth se convierten aquí en autocompasión y amargura. Aun compartiendo la misma sensación de interioridad que logran llevar al lector, Silverberg no deja espacio para el humor, y esa renuencia a otorgar concesiones convierte su obra en puro sacrificio, un ejercicio de signo contrario.
Más allá de los encorsetamientos que marca el género, se puede decir que Muero por dentro es una obra maestra absoluta.




Uno de los mayores aciertos de La Factoría de Ideas ha sido el de reeditar en Solaris Ficción los grandes clásicos de la época magistral de Robert Silverberg, autor que durante cerca de un lustro se vio iluminado por una epifanía literaria que dio como resultado una sucesión de novelas introspectivas de calidad sobresaliente. Tras Muero por dentro y Regreso a Belzagor, le llega el turno a El libro de los cráneos, una obra esencial difícil de etiquetar.
La novela sigue, como si de un diario de viaje se tratara, el recorrido de cuatro jóvenes norteamericanos por la ruta 66 y otras anónimas carreteras comarcales estadounidenses en busca de un monasterio perdido que alberga, según un antiguo manuscrito, el secreto de la inmortalidad. Escrita en primera persona, la narración salta capítulo a capítulo de la cabeza de un protagonista a la del siguiente, de manera que el lector conoce secuencialmente los diferentes puntos de vista de los cuatro. Este drama itinerante, de regusto sureño, disecciona las psiques de sus protagonistas, arquetipos de sus correspondientes procedencias sociales, en un viaje cimentado en la recurrente búsqueda de autoconocimiento adolescente. Silverberg estira la tensión emocional al máximo al proponer un método extremo de acceso a la inmortalidad: dos de los miembros han de morir -suicidio y asesinato respectivamente- para que los otros dos cobren el premio. Semejante propuesta sirve en bandeja al autor la posibilidad de explorar a fondo, una vez más, temas que le son afines, como la búsqueda de integración, la crisis de conciencia y la prevalencia de los demonios interiores.
En el mismo intervalo creativo de Muero por dentro, cima de su obra, Silverberg se mueve aquí a máxima potencia. Impresiona la facilidad con la que penetra en el núcleo moral y psíquico de sus personajes, así como la rotundidad con la que logra exportarlo más allá de las páginas para lograr que un indisimulado estudio de psicología juvenil provoque una voracidad lectora difícil de refrenar. Una historia que en otras manos se habría convertido en un folletín banal de adolescentes se transforma bajo su pluma en una crónica existencialista de la búsqueda de identidad sexual, el rechazo a la muerte y la dependencia del propio origen. Para dar vida a este discurso introspectivo, mezcla tiempos verbales y salta alternativamente hacia el pasado de sus protagonistas, técnicas que estilística y narrativamente aportan vitalidad y frescura a una obra en la que exteriormente no ocurren grandes cosas. Es una novela realizada desde dentro, alimentada por conciencias más que por acciones.
Si sobre la calidad de esta novela nunca se han albergado dudas, sí las hay a la hora de ubicarla en un nicho literario determinado. El motivo se encuentra en la aparente ausencia de elementos del género en sus páginas. Superficialmente, sin duda así es, puesto que esa posible clave de la inmortalidad perseguida por los cuatro protagonistas durante todo el libro no se descubre indiscutiblemente cierta ni siquiera al final de la narración. Sin embargo, todo depende de cuánto tenga el objetivo de quimera y cuánto de real. Sabiamente, Silverberg deja la elección al lector. Si todo es falso, estamos ante una excelente muestra de mainstream literario; si la promesa de inmortalidad se decide cierta, entonces hay que definir El libro de los cráneos como elemento singular e inusualmente intenso de ese cajón de sastre denominado género fantástico, ya que el proceso por el que se llega a la inmortalidad abarca toda la narración. El viaje, la forma de pensar y actuar de sus protagonistas, sus reacciones finales, todo ello, constituyen a la vez fórmula magistral y condición sine qua non para burlar a la muerte: una disciplina vital que conlleva la vida eterna.
Ante la noticia de una próxima versión cinematográfica dirigida por William Friedkin, no cabe mas que preguntarse cómo demonios se puede trasladar a imágenes un libro tan definitivamente introspectivo. Mientras llega la solución, esperemos que Solaris Ficción continúe con algún otro Silverberg inencontrable de su “época fetén” (Julián Díez dixit), uno de los mayores vergeles que haya dado el género en lo que a riqueza literaria se refiere. Por proponer que no quede: ¿tal vez El hombre en el laberinto?


Los textos originales de estas reseñas fueron publicados en los números 32 y 40 de la revista Gigamesh respectivamente.

lunes, 18 de marzo de 2013

Cruce de realidades

Guardo en mi memoria los acontecimientos vividos aquellos días. El 15-M acababa de estallar, y todos los que aún manteníamos viva en nuestro interior una pequeña llama de esperanza nos acercábamos con cierta asiduidad a Sol, a reunirnos con la gente que participaba de nuestra inquietud y nuestra fe en que había otros caminos, otra manera de hacer las cosas. Muchos de los que estuvimos allí, estoy seguro, compartiremos por siempre los mismos recuerdos, las mismas imágenes revivirán cada primavera en nuestras viejas cabezas. Tal vez como instantáneas borrosas, difíciles de identificar, pero edificadas sobre los mismos hechos, sobre aquella milagrosa comunión urbana. La marea reivindicativa abarrotando aquella plaza, las manos abiertas alzadas al aire, el silencio espectral en torno a un reloj que marcaba una medianoche muy distinta a la que le dio fama, las caretas blancas y los rostros desnudos, iluminados por una luz que yo jamás había visto. Y sobre todo lo demás, aquel paseo nocturno, ya de madrugada, por una ciudad imposible, hecha de retales y situada en el centro del mundo.


Guardo todo aquello en mi cabeza, y me aferro a ello para no perderlo, para salvarlo del cruel desgaste al que el tiempo somete a la memoria. Aquellas imágenes se asientan en una misma región de mi cerebro, seguras, entre circunvoluciones, en la zona donde reposan los momentos singulares de mi vida, lo valioso y lo reivindicable. Y sin embargo, si alguien me pide que recupere el suceso que mayor impresión causó en mí durante aquellas jornadas, éste aflorará de un lugar distinto, desde aquél que registra las contradicciones del ser humano, los cuantiosos indicios de nuestra pequeñez, una zona de mi disco duro interno que tras todos estos años ocupa más espacio del que quisiera haberle otorgado. Recuerdo los porrazos en Sol, la estampida, las carreras cuesta arriba por la calle Montera, y recuerdo aquel momento, el extrañamiento, la perplejidad que me causó ver al paso las terrazas de los bares, repletas de personas ajenas, atentas sólo a sus bebidas y a las tapas, apenas cincuenta metros más allá del naufragio.
Cincuenta metros. Fue como atravesar una fina tela entre dos mundos. En el número 2 de Montera una incipiente revolución era acallada por las porras, pero nada se sabía de ella al final de la calle. Más abajo, una parte del pueblo era sometido por la violencia, mientras arriba, de espaldas al suceso, otra parte tapeaba como si no ocurriera nada. No me imagino mejor acto contrarrevolucionario, pensé, que sentarte tranquilamente a degustar unas raciones con la servilleta puesta. Mientras chopitos y bravas caían al calor de la noche, la democracia se desangraba a un par de pasos.
Tenemos la costumbre de falsear la realidad, de aplicar nuestro preconcebido concepto de las cosas incluso al hecho más crucial, así que creemos que entre la cotidianeidad y la guerra median abismos, que los chopitos y los porrazos son opuestos que se dan en continentes distintos, alejados millones de kilómetros entre sí. Pero no, la violencia y la seguridad, el compromiso y la indiferencia cohabitan en el mismo suelo. Aquel día, allí, en el kilómetro 0, lo vi más claro que nunca.
Han pasado apenas dos años, lo cual no es nada, y las calles refrescan mis recuerdos cada vez que voy al centro. El sabado, por ejemplo, estuve en la plaza del Callao, y aquella sensación volvió a importunarme. En esta ocasión con mayor intensidad que otras veces, porque algo de semejante signo volvió a darse. No les aburriré con obviedades sobre la situación del país; todos ustedes, víctimas de la quiebra, la conocen. Simplemente diré que me acerqué allí para escuchar a un profesor, como uno más de sus alumnos. La Universidad, al igual que en ocasiones anteriores en distintas ciudades, salió a la calle. Profesorado y alumnado se repartieron por distintos puntos de la capital para realizar a cielo abierto su actividad diaria (en este enlace tienen ustedes los motivos de los actos reivindicativos.)


Entre el gran número de clases a las que podía asistir me decanté, naturalmente, por aquella que cubría la materia que más me interesa. Fernando Ángel Moreno, amigo mío, doctor en Teoría de la Literatura y una autoridad en el campo de la ciencia ficción, daba una clase magistral. El título no podía ser más sugerente: La inexistencia del objeto estético. Durante unos cuarenta minutos, nuestro profesor abogó por la importancia de la obra por encima de los diferentes estudios que sobre ella se han hecho, reivindicando el objeto estético en sí mismo, al margen de las capas con las que las distintas escuelas han ido cubriéndolo e, ineludiblemente, enmarañándolo. Hay que liberarlo y dejar que estalle en nuestra percepción y que nos lleve por delante, defendió Moreno, quien mostró su escepticismo ante la perfección y defendió toda aquella obra que sublima por alguna característica aislada, aunque en conjunto no sea redonda.
Fue una clase tan divertida como interesante, una sorprendente amalgama de conocimientos y humor en la que el docente mezcló con gran pericia academicismo y cultura popular, Heidegger con Star Wars. La lección fue seguida con gran interés por una audiencia que no paró de crecer; con el paso de los minutos se fueron sumando espectadores anónimos, gente que pasaba por la calle. Los alumnos realizaban múltiples anotaciones mientras los curiosos miraban y escuchaban con atención. Yo, a medio camino entre ambos, quedé gratamente sorprendido y en lo personal muy satisfecho. Aprendí cosas nuevas e incluso tuve la osadía de estar interiormente en desacuerdo con algunas otras. Fue una experiencia enriquecedora en muchos aspectos, pero no es el contenido de la clase lo que centra el interés de esta entrada.
Verán, los responsables del evento me contaron que éste debía haber tenido lugar en la plaza del Callao y no en un lateral de la calle Preciados. Tenían los permisos del Ayuntamiento, concedidos hacía tiempo, pero la casualidad quiso que la clase coincidiera en hora y lugar con la organización del flashmob promocional de una película. Sobra decir qué acto hubo de ser desplazado a los alrededores. Puesto que se había anunciado en aquel lugar, se intentó no alejarlo mucho. Por desgracia. La música de fondo, el jaleo montado por la multitudinaria asistencia al hecho mediático, obligaba a los profesores a alzar la voz y a quienes los escuchábamos a esforzar los oídos. La suma de todas estas cosas me devolvió aquella sensación de la que les hablaba al principio, la de encontrarme cruzando realidades distintas. Un profesor de Teoría de la Literatura hablaba de la belleza en la obra literaria mientras sus alumnos tomaban apuntes. Detrás de ellos, al mismo tiempo, una multitud bailaba y reía celebrando el último producto de esa cultura en cuya defensa los chavales habían salido a protestar a la calle. Mientras un profesor y sus alumnos luchaban por la continuidad de la educación y la cultura de base en su país, un producto destilado de esa cultura los desplazaba para celebrar una comedia.


Yo me encontré en medio de todo esto y recorde todo aquello, lo de hacía dos años. Esta vez era más ruidoso. El modesto altavoz libraba una batalla con sus más sofisticados y potentes hermanos, y producía en mi cabeza una alternancia desquiciada. Conceptos como estructuralismo, formalismo y metaficción luchaban denodadamente en el aire por llegar a mí con claridad, pero mi cerebro les respondía I'm So Excited. Harold Bloom libraba batalla con las Pointer Sisters y caía derrotado. Pero eso no fue todo. Para demostrar la relatividad de las cosas, un tercer elemento entró a formar parte del conjunto. A la carrera, un pequeño grupo de manteros vino a refugiarse al soportal que teníamos a mi derecha. Como simples espectadores, aquellas siete personas, negras como el ébano, nacidas en un mundo más pobre a miles de kilómetros del nuestro, encontraron refugio al socaire del acto universitario.
De repente, la plaza del Callao adquirió propiedades de género literario, mostrándose ante mí como el punto de solapamiento de tres realidades en conflicto, el escenario de un relato que perfectamente pudieran haber escrito Jose Antonio Cotrina o M. John Harrison. Pensé en la ajenidad, en lo poco que le importaba este acto a las personas que saltaban en Callao, y en qué pensarían aquellos africanos, supervivientes diarios en nuestra tierra, de la irrelevancia que para nosotros tenía su problema. En medio de aquel barullo pensé en ello, y luego lo guardé en su sitio correspondiente.

jueves, 7 de marzo de 2013

Imágenes de cf. XVII

"No puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre mar Muerto, la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones: todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. Hice que la máquina me llevase cien años hacia delante; y allí estaba el mismo sol rojo -un poco más grande, un poco más empañado-, el mismo mar moribundo, el mismo aire helado y el mismo amontonamiento de los bastos crustáceos entre la verde hierba y las rojas rocas. Y en el cielo occidental vi una pálida línea curva como una enorme luna nueva.


Viajé así, deteniéndome de vez en cuando; a grandes zancadas de mil años o más, arrastrado por el misterio del destino de la Tierra, viendo con una extraña fascinación cómo el sol se tornaba más grande y más empañado en el cielo de occidente, y la vida de la vieja Tierra iba decayendo. Al final, a más de treinta millones de años de aquí, la inmensa e intensamente roja cúpula del sol acabó por oscurecer cerca de una décima parte de los cielos sombríos."

martes, 5 de marzo de 2013

Ian McEwan. Chesil Beach

Para quien no lo recuerde, circunstancia lógica debido a la cantidad de tiempo que ha pasado, cerré la segunda entrega de Los meses perdidos prometiendo que dedicaría un par de reseñas más largas a las dos novelas que, de entre todas las leídas entonces, más me habían gustado. Una de ellas era Chesil Beach, de Ian McEwan, a mi parecer extraordinaria; la otra era Nova Swing, de M. John Harrison, un autor por el que siento una gran devoción. Pues bien, mientras esperamos la publicación de Sweet Tooth y para celebrar que la edición en bolsillo de Solar ya reposa en mi biblioteca, aquí tienen la primera parte de lo prometido. Para el cumplimiento de la segunda, me temo, van a tener que esperar algún tiempo más.
Ian McEwan es un escritor elogiado por crítica y público. Casi todas las novelas del británico han entrado en la lista preliminar del Premio Booker, el cual ganó en 1998 por Amsterdam, curiosamente y siempre según los entendidos, su peor trabajo. Desde entonces, este antiguo narrador de lo macabro ha ido recibiendo alabanzas y consiguiendo éxitos de ventas obra tras obra. Expiación, Sábado y Chesil Beach, sus novelas de la pasada década, estuvieron presentes en las principales listas laudatorias con las que se cerraron los correspondientes años de publicación. Este éxito compartido de crítica y ventas es uno de los denominadores comunes en la llamada generación Granta, el grupo de escritores británicos a quienes la famosa revista literaria puso nombre y en el que se encuentran la flor y nata de las últimas letras inglesas, los Ishiguro, Barnes, Amis, Boyd, Kureishi o Rushdie. Grupo al que también pertenece Ian McEwan, uno de sus miembros más populares. Por dar un dato concreto, Chesil Beach, la novela que nos ocupa, vendió más de 1 millón de copias y permaneció 34 semanas en las listas de ventas, un éxito en el que si bien fue fundamental la fama del escritor, tuvo mayor peso la indudable calidad de la obra.

Tienen poco más de veinte años y se conocieron en una manifestación en contra de las armas nucleares. Florence es una chica de clase media alta. Edward, en cambio, pertenece a una familia que vive en la zona baja de la clase media. Ambos son inocentes, y vírgenes, y tras un largo cortejo se han casado. Es un día de julio de 1962, y el tsunami de la revolución sexual no ha llegado a Inglaterra. Edward y Florence van a pasar su noche de bodas en un hotel junto a Chesil Beach.

Lo que acontece esa noche de bodas es el detonante de la historia. El ímpetu sexual de él se estrella con una barrera infranqueable, la falta de deseo de ella, incapacitada para disfrutar del sexo por razones que nunca se enuncian y a las que el lector sólo puede acceder por deducción. La vergüenza (e incluso repulsión) que a ella le provoca el sexo colisiona con la conducta liberada del joven. Desde ese momento, el amor es puesto a prueba y sale finalmente derrotado. McEwan indaga en el pasado de la pareja y propone una lectura paralela que cuestiona la perdurabilidad del amor cuando el sexo está ausente. La liberación de los 60 se llevó todo por delante; acabó con una época de repudiable oscurantismo, pero también con valores esenciales. En toda guerra siempre hay víctimas, parece concluir el autor.
A pesar de la defensa del amor, evidenciada en la reflexión final del protagonista, no es Chesil Beach una novela reaccionaria. Somete los hechos al juicio del lector. No se decanta, no ofrece respuestas, por mucho que éstas parezcan situarse al alcance de los dedos. Escrita con pulso chejoviano, las cosas importantes ocurren a menudo fuera de foco. Hay que leer entre líneas en el entorno, en las actitudes de los familiares, preguntarse por el carácter del padre, quizás un abusador quizás no, como origen del trauma, o plantearse si no será la impericia y el anhelo del joven lo que impide el entendimiento. Es todo sutil, nada evidente, una virtud que ni siquiera llega a desmentir la explicitud sexual mostrada en algunos párrafos.
McEwan es un escritor consagrado, sobra decir por tanto que la novela cuenta con una prosa pulcra y un excelente tratamiento de los personajes. La narración salta de la cabeza de uno a otro, de forma que la visión que se tiene de la pareja es completa, como la que se obtendría al leer un diario personal escrito por ambos y narrado en tercera persona. El paso del tiempo está excepcionalmente señalado en la novela, en general y en pasajes como el de la playa, una metáfora sobresaliente en la que el escritor utiliza el número y tamaño de los guijarros que la conforman como recordatorio del desgaste que producen los años. Pero quizás lo más reseñable de este libro sea su redondez. A pesar de que el contenido parte de un hecho que algún lector podría considerar anecdótico (por lo llamativo, no por su relevancia), McEwan dibuja el retrato de un momento crucial en la historia de la moderna Inglaterra, logrando, a pesar de la brevedad del texto (no llega a 200 páginas), darle cuerpo de novela más amplia.
La pureza del amor y su dependencia del sexo es el tema central de la novela, pero no el único. En las últimas páginas, el protagonista masculino, pasados los años, mira hacia el pasado y recapacita sobre el camino recorrido a lomos de la revolución sexual y se pregunta si todas esas experiencias le han resultado más satisfactorias, le han dado más de lo que podría haberle dado el amor con Florence. Edward imagina otra vida posible, la que hubiera tenido de no haber separado sus caminos, y esa reflexión suscita preguntas en el lector sobre el amor y el sexo, ahora como entes independientes. El cuestionamiento final de Edward saca a la luz el otro gran sustento de la historia, la importancia de las elecciones tomadas en nuestras vidas, de los caminos abandonados que ya nunca disfrutaremos.
Chesil Beach me parece una novela extraordinaria, de las que provoca preguntas y sacude nuestra capacidad reflexiva. Me ha seducido tanto su lectura como fascinado la misteriosa nota que la finaliza, una innecesaria aclaración sobre el carácter ficticio de los personajes y la historia. Algo que no puedo interpretar sino como evidencia de lo contrario.