jueves, 27 de marzo de 2014

Rafael Pinedo. Subte

Los lectores de esta bitácora tendrán constancia de la enorme presencia del subgénero postapocalíptico en sus páginas. He dedicado muchas entradas a esta temática, principalmente para reseñar algunas de las novelas que recurren a ella como elemento central en sus tramas. Si bien es cierto que se trata de uno de mis escenarios favoritos, no es sólo el gusto personal la causa de su gran trascendencia en Literatura en los talones. Creé el blog en 2006, y han sido la circunstancia social y las novedades literarias las que han ido marcando esta tendencia.
El postapocalíptico lleva unos años en primer plano, sea en películas o en libros. Como ya he comentado en recientes ocasiones, el 90% de las nuevas novelas catalogadas como distopías no pertenecen, de hecho, al subgénero que sublimaron Zamiatin, Orwell y Huxley, sino a este. Los motivos por los que, al igual que ocurrió en la Guerra Fría, el postapocalíptico se ha puesto de moda una vez más, son fáciles de imaginar. El 11-S, la disputa subsiguiente entre civilizaciones, los malos augurios ecologistas y, finalmente, la terrible crisis económica, han resucitado los peores presagios para nuestra civilización, lo cual ha traído de vuelta la ficción del fin del mundo en sus múltiples variantes, instalándola de nuevo en el imaginario colectivo.
El caso es que no hay día en el que uno no se tope con algún texto relacionado con ella. Hoy mismo, fíjense, me ha asaltado por todas partes. A primera hora, me han invitado desde facebook a leer un artículo de El Confidencial sobre el venidero colapso de nuestra civilización. Camino del trabajo, he comenzado la lectura de "Paisajes del Apocalipsis", un libro no muy cómodo para ser consumido en el metro debido a sus dimensiones (Valdemar Gótica), y que a pesar de ello me está absorbiendo bastante. Por último, he sabido por el agregador de noticias que Nacho Illarregui ha publicado en C, la web de crítica literaria, un texto en el que analiza con gran pericia Un minuto antes de la oscuridad, la última novela postapocalíptica de Ismael Martínez Biurrun que ya comenté yo aquí hace unos días.
Desde hace unos años, esto ocurre continuamente. Convivimos con la idea del fin de los tiempos, y nos fascina y aterroriza a partes iguales. Por eso se estrena tanta película y se publica tanto texto sobre ello. La demanda, lejos de disminuir, sigue aumentando, y yo, lo confieso, no puedo estar más contento. Si sienten la misma fascinación por la narrativa del desastre que yo, y aún no lo han hecho, les sugiero que lean la mejor literatura postapocalíptica que se ha escrito en castellano en los últimos años, la Trilogía de la devastación de Rafael Pinedo. Tras la excelencia de Plop y Frío, Subte constituye, precisamente, un cierre de lujo para esta maravillosa serie.



La finalización de la lectura de Subte trae consigo una inmensa tristeza. Por el contenido de la lectura en sí, pero principalmente por la evidencia de que ya no habrá más obras de Rafael Pinedo que llevarse a los ojos. Para bien o para mal, si Pinedo pasa a la posteridad será como escritor de culto, esa etiqueta con la que se designa a aquellos autores que poseen algo especial, que para unos pocos rozan la genialidad y aún así nunca llegarán a gozar de una fama global. Subte supone un más difícil todavía en la escasa obra del escritor nacido en Buenos Aires. Consta de apenas 90 páginas, pero en ellas pervive el ánima y el estilo que tanta fascinación provocaban en sus dos novelas anteriores.
La trama de esta novela es, debido a su breve extensión, apenas episódica, y sin embargo, una vez concluída su lectura, se tiene la sensación de haber presenciado (y vivido, ese es el gran haber del autor) una jornada larga y terriblemente intensa. Proc, la protagonista absoluta de la historia, es una adolescente en avanzado estado de gestación. Perseguida por perros salvajes a través de los túneles del metro, se ve obligada a bajar por un hueco a oscuras a un nivel inferior. Allí se encuentra con la tribu de “los ciegos”, así denominados por vivir en una completa oscuridad. Tras hacer amistad con Ish, una de sus miembros, intenta escapar de vuelta a la superficie, pero los dolores del inminente parto dificultan la huida.
Aunque las herramientas narrativas empleadas por Pinedo son las mismas que en las anteriores novelas (oraciones cortas, puntos y aparte continuos, escasez de adjetivos, concisión absoluta) y el contenido reincide en la misma temática, se puede decir que, a pesar de su menor extensión, quizás sea ésta la novela más intensa del argentino y en la que la peripecia presenta una mayor ortodoxia. La aventura de Proc guarda puntos en común con otras grandes obras de la ciencia ficción. Su estancia entre los ciegos del submundo, especialmente en aquellos pasajes en los que se propone el contacto físico como medio especial de comunicación, retrotrae a los momentos más significativos de La persistencia de la visión, uno de los mejores relatos escritos por John Varley. En su conjunto, la historia coincide en la propuesta del escenario y en su tono aventurero con La nave estelar, uno de los clásicos indiscutibles de Brian Aldiss.
De hecho, si en un ejercicio de imaginación sustituyéramos los subterráneos por un entorno más tecnificado, Subte podría pasar perfectamente por un relato de nave generacional, un subgénero clásico de la ciencia ficción en el que los protagonistas a menudo han involucionado hasta su condición más básica. La diferencia con esas obras la marca, además de la localización, el estilo con el que Pinedo elabora su historia. La voz narrativa es semejante a la que sostienen las dos novelas anteriores. Llana, honesta, desprovista de enjuciamientos, se mantiene fiel a la obligación que el bonaerense se marcó desde el primer libro, la de mostrar más que contar. Sólo en una ocasión se rompe esa neutralidad, un único párrafo en el capítulo VI en el que la voz se vuelve introspectiva y asume la primera persona, creando un escalofriante contraste entre el cruel mundo exterior y la inocencia que se adivina en ese espacio interior.
Más allá de sus propias bondades como obra independiente, Subte ofrece otros focos de interés, principalmente en su condición de “una de las partes”. Es el punto final a la trilogía en la que Pinedo convierte lo que él llamaba el “fin de la cultura” en herramienta de estudio. “La cultura se desmigaja y las migas se pudren por el suelo”, decía el escritor, y aseguraba que una profundización en nuestro ritos y normas sociales ponía al descubierto un mundo ridículo, conformado sobre estructuras absurdas. Todos los nexos comunes a las tres novelas conducen a la misma idea, aunque si se pone la suficiente atención en sus respectivas peripecias resulta evidente una cierta evolución de signo positivo, una mínima pero perceptible deriva hacia el optimismo.
En una ficticia disposición cronológica de la serie, Subte ocuparía el segundo lugar. La civilización se muestra ausente en las tres novelas, pero la barbarie no se ha adueñado de la especie humana con igual intensidad. Frío muestra la caída en ella de un solo individuo, mientras se adivina el fin de la civilización tras los muros; Plop supone la más descarnada conclusión, un futuro desnudo en el que de la sociedad sólo quedan las normas de superviviencia y la superstición; en Subte se ha perdido el eco de la civilización, pero aún hay vestigios de humanidad en algunos de sus individuos. Si los protagonistas de las dos anteriores novelas perdían la vida por y para el rito, Proc, sin embargo, evita el cumplimiento estricto de sus leyes recurriendo a una artimaña.
Es cierto que en los tres libros el dogma es quebrado por el instinto, pero en las dos primeras obras es algo que ocurre involuntariamente y que no trae más cambio al individuo que la muerte. Plop se apoya en la ambición y el ansia de poder para llegar a lo más alto, pero su ruptura con la norma social es castigada con el enterramiento; la protagonista de Frío subvierte el rito religioso desde su sexualidad, pero no es un acto deliberado, sino procedente de su ignorancia. Proc, sin embargo, decide desde la pura volición plegar el dogma para salirse con la suya. En esta novela, la naturaleza, representada además por el instinto maternal, un valor que posee una mejor imagen que la ambición y la sexualidad, consigue una pequeña victoria sobre la necesidad humana de crear y obedecer ritos sociales. Quizás el final de Proc le parezca aberrante al lector, pero es, al fin y al cabo, el que ella desea tener, y marca un posible cambio futuro en el devenir de su tribu.
Subte marca un cambio quizás pequeño pero perceptible en una trilogía ya mítica. Tras la conclusión de las dos novelas anteriores, en sus respectivos universos sólo cabe ir a peor, pues el rito se convalida con la muerte de ambos protagonistas. Sin embargo, al final de esta nouvelle, tanto la decisión de Proc como la posterior aceptación de los miembros de su tribu sugieren que el mundo de “los sordos”, como es conocida por los otros la tribu de la superficie, está preparado para aceptar el cambio. El mensaje sigue siendo fiel a la idea con la que Pinedo escribió su serie. Tras la cultura humana no hay nada; nada salvo los instintos más primarios. Pero al menos la capacidad para el cambio, algo que en las anteriores novelas no existía, aquí sí está presente.
En tan pocas páginas no se puede lograr más rendimiento. A pesar de su escasa longitud, Subte mantiene la exigencia de ésta extraordinaria “Trilogía de la devastación”. Los merecimientos alcanzados por Rafael Pinedo en una obra tan escasa constituyen para mí una suerte de misterio, una demostración poderosa de lo grande y enigmática que es la creación literaria. He aquí un autor con un estilo diferente a lo que la literatura latinoamericana estipula. ¿Y qué hay de su propia circunstancia? El caos, la desgracia de todo un país murmurando en sus oídos al comienzo de su obra y la tragedia personal golpeándole en su ultimación. Tres novelas y tres cuentos, no hay más. Unas obras completas que caben en un volumen de apenas 400 páginas, pero que son historia de la ciencia ficción escrita en castellano. Sería bueno que alguien hiciera justicia.



La versión original de esta crítica fue publicada en C.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Pellizcos

El hábito de la lectura se ha esfumado; el problema es nuestra flamante ineptitud para concentrarnos. En 20 años la lectura de libros será un culto.

-Sergio Vilela-

miércoles, 19 de marzo de 2014

Daños colaterales

He vuelto a recuperar el ritmo de lectura. Y es un notición, créanme, porque llevaba mucho, demasiado tiempo preso de la más absoluta pereza. ¿Cómo lo he logrado? Lo primero que he hecho es marcarme un objetivo modesto: 30 libros antes de que acabe el 2014. Lo segundo, crucial, desengancharme del ordenador. Lo tercero ha venido dado por las circunstancias. Me he visto obligado a cambiar el coche por el metro como método de transporte, y los viajes al lugar de trabajo son largos. Por último, las prestaciones de Goodreads como archivador me han permitido sistematizar mi actividad lectora, algo que para un tipo tan amante del orden como yo es fundamental. Así pues, un reto, un método para llevarlo a cabo y la disposición necesaria, medidas perentorias tomadas para solucionar un mal preocupante e insólito: la falta de apetito por la lectura.
De momento, la cosa va bien, aunque el cumplimiento de la disciplina que me he marcado está teniendo efectos colaterales. Ya les conté hace unos años, en la entrada titulada Lecturas abandonadas, cómo había logrado superar una vieja y perniciosa costumbre, la de acabar todo libro que comenzaba, así como la causa que había motivado el cambio. Desde entonces ha caído algún que otro libro inconcluso, pero no tantos como para tener que contarlos usando más de una mano. Desde que empecé mi reto, sin embargo, he renunciado en un breve espacio de tiempo a la lectura de dos novelas. Y lo peor de todo es que, debido al ritmo que semejante actitud me proporciona, estoy comenzando a cogerle gusto. Llegar al número de lecturas establecido y la visión de la gran cantidad de libros aún no leídos que abarrotan mi biblioteca personal son motivos complementarios que se suman para acicatear mi disposición. Debido a ello, mi mano está más suelta que nunca en este aspecto.
El primer libro que dejé tirado fue Historia cero, de William Gibson. Es el último volumen de una trilogía escrita por uno de mis escritores favoritos. Por supuesto, ya había leído los dos anteriores, Mundo espejo y País de espías, el primero magnífico, el segundo peor. Esta podría ser una de las causas de mi abandono. No comencé la lectura muy animado debido a que se mueve en el mismo universo que la novela anterior, y para colmo cuenta con la misma protagonista, la ex-cantante Hollis Henry. Nada más comenzar, tuve la misma sensación que había sufrido con el segundo libro: Gibson parecía escribir de forma distinta, el dislocado estilo de sus obras de ciencia ficción ya no estaba. Sí su puntillismo en las descripciones, pero no la musicalidad de antaño. Desconozco si es debido a ello, y tampoco lo quiero investigar, pero el traductor de aquellos libros no es el mismo que el de estos dos. Para colmo, el mcguffin que dispara la trama en esta historia, el diseño textil y sus conexiones con la ropa de combate, me pareció, además, harto aburrido.
Había leído todos los libros publicados en nuestro país escritos por William Gibson (lo que viene a ser toda su obra), y como ya mencioné, es el tercer libro de una trilogía (trilogía a la Gibson, sin más continuidad que la temática), y, calibren el grado de mi sufrimiento, lo dejé pasadas las cien páginas. Exactamente en el mismo punto que acabo de dejar la lectura de Iris, la novela de ciencia ficción escrita por Edmundo Paz Soldán y publicada por Alfaguara con una cubierta más propia de una colección del género. En este caso se trataba de la primera novela que intentaba leer del autor boliviano. La historia es desarrollada por medio de distintos narradores, y, al menos los dos que me dio tiempo a conocer, utilizan un lenguaje que hace uso constante de neologismos procedentes de la fusión entre la lengua castellana y el inglés. Como en otros casos de inmersión directa, no hay explicaciones, el lector ha de aprender sobre la marcha. Este tipo de estrategia narrativa no supone ninguna novedad en la ciencia ficción, pero es bastante exigente con el lector. Mundos en el abismo, una de las mejores novelas de la cf española, ha sido criticada por ello más de una vez.
No es ese, sin embargo, el motivo de mi desánimo. Se hace evidente desde las primeras páginas (y esto no es malo sino todo lo contrario) que el libro trata de convertirse, como ocurre en casi toda la cf, en una alegoría, una herramienta que haciendo uso de la metáfora trata temas como el colonialismo, la ocupación territorial y el terrorismo en su función distorsionadora. La ambientación sudamericana es muy clara y quizás el elemento más interesante de la parte que he leído. El mayor problema es que en más de cien páginas no ocurre apenas nada, todo es descripción de la situación que viven los irisinos, el equilibrio entre los habitantes naturales y los ocupantes. Apenas hay información del entorno (la antítesis, curiosamente, de Gibson), porque la situación personal y vivencial de los protagonistas, sus problemas personales, ocupan todo el espacio. Quién soy y qué hago aquí y cómo es esto. Cuando al fin llega el segundo capítulo, el narrador cambia, y vuelve a incidirse en los mismos asuntos, qué llevó allí al personaje y la descripción (sin apenas progreso) de la problemática social y religiosa en Iris.
Cuando en una novela no ocurren cosas, cuando no hay grandes acontecimientos y todo es interior, hay que dirigir la mirada hacia la prosa, hacia el estilo. Desgraciadamente, en esta novela estos no alivian, sino más bien lo contrario, añaden peso a las alforjas del lector. El evolucionado spanglish que hablan continuamente los personajes actúa como un martillo. Cuando el lenguaje es en parte un invento, poco y mal puedes calibrar su calidad, así que todo se confabula para alejarme de esas páginas. Veo el esfuerzo, intuyo el objetivo, me imagino hacia dónde va, pero tarda tanto en desplegarlo, y sobre todo, tarda tanto en arrancar, que mi interés decae inevitablemente. La recompensa en este libro llega, imagino, a largo plazo, y me temo que ahora mismo no tengo tanta paciencia.
La pregunta es: ¿convierte esto a Iris en un mal libro? No lo sé. ¿Y aquello a Historia cero? Lo ignoro. Es imposible valorar toda una obra sin conocerla en su plenitud. Particularmente, me parece una falta de respeto hacerlo. Se pueden extractar páginas o párrafos y hacer, a la vieja usanza, un comentario de texto como nos enseñó a muchos el maestro Lázaro Carreter, pero utilizar la lógica inductiva y enjuiciar una obra compleja por una de sus partes es un error, tremendo e injusto. Me reconozco un lector más de finales que de principios. Mis valoraciones pueden subir con un buen final que dé un sentido más completo o incluso distinto a la historia, y pueden bajar si no se concluye con la misma excelencia que el resto, así que imagínense cuán injusto sería por mi parte emitir un juicio de estos libros habiendo leído de ellos poco más de cien páginas. No, no les diré si son buenos o malos, pero sí que en su primer tercio me aburrieron de tal modo que tuve que abandonarlos.



viernes, 14 de marzo de 2014

Breves: Auster, Katayama

El libro de las ilusiones, de Paul Auster

"Por muy bellas e hipnóticas que fueran a veces las imágenes, nunca me daban tanta satisfacción como las palabras." No deja de ser paradójica esta frase dentro de un libro en el que tanta importancia tienen las películas, pero se trata de Paul Auster, y con él lo azaroso, incluido lo contradictorio, siempre está presente. La literatura y el cine aparecen aquí representados con gran delicadeza y cariño, y no sorprende la presencia de gran parte de los elementos habituales en el universo austeriano. Está claro que el de Newark no cree en la idea de destino. El hilo argumental avanza por mor de una serie de casualidades y accidentes. Son ese tipo de imponderables los que ponen en contacto a las personas y desencadenan los múltiples acontecimientos.
El núcleo de la historia, la búsqueda y el misterio de Hector Mann, el viejo actor del cine mudo, llega incluso a desaparecer en algunos tramos del libro, soterrado por la serie de ramificaciones que la realidad, siempre circunstancial, nunca delineada, va imponiendo al protagonista. El carácter trágico del argumento sitúa a la novela en ocasiones al borde del culebrón dramático, pero no en los términos de la sobremesa televisiva, sino en los del más absoluto enganche literario. Auster demuestra que es, ante todo, un magnífico contador de historias, y que su buen hacer corre más en la línea de la construcción de relatos interesantes y complejos que en la de las complicaciones emocionales.
La carga metaliteraria viene dada por la identificación entre el pequeño apocalipsis personal vivido por David Zimmer, el protagonista, y lo que éste encuentra dentro de las películas a las que va teniendo acceso, "Viajes por el Scriptorium" y "La vida interior de Martin Frost". Son obras que traspasan las páginas de El libro de las ilusiones para infectar al lector con el deseo de verlas y que, cómo no, el propio Auster convertiría más tarde en novela y film respectivamente.



Un grito de amor desde el centro del mundo, de Kyoichi Katayama

Dicen que no todo en la literatura actual japonesa es Murakami pero a veces lo parece. Y yo estoy de acuerdo en que es sólo una impresión. Ocurre con Banana Yoshimoto, y ocurre con esta novela de Kyoichi Katayama. A primera vista, tanto las historias como el tratamiento inicial remiten al autor japonés más famoso del momento, pero una vez que el lector se aventura en las regiones interiores del libro se da cuenta de que se trata más de un prejucio occidental que de una realidad. Aplicamos a los libros orientales el mismo rasero que a los rostros, pero poco tarda el observador avezado en descubrir las notables diferencias entre uno y otro.
Esta novela podría confundirse de partida con Tokyo Blues, pero el tratamiento y el trasfondo del asunto amoroso son distintos. En ella se narra una historia romántica entre adolescentes, de un amor puro y sin atenuantes, como sólo lo es a esas edades, y que acaba trastocada en tragedia por la enfermedad de uno de los jóvenes. Aki y Sakutarô mantienen una relación inocente pero intensa. El abuelo del muchacho, desde sus propios recuerdos, alimenta sin saberlo ese amor con su propia historia. El estilo de Katayama es limpio, tanto como lo es el idilio entre sus dos protagonistas, y debido a su sencillez logra que las descripciones le lleguen al lector nítidas, con un efecto directo. Por ello, los momentos de belleza repartidos por el libro, principalmente los que se dan en la isla abandonada, poseen, desprovistos de innecesarios detalles, el hálito benévolo del recuerdo.
La emoción es transmitida con intensidad principalmente en los momentos trágicos de la narración, en la lucha contra el fin del tiempo y en el peso de la ausencia, pero se siente también a lo largo de gran parte del libro. Un grito de amor desde el centro del mundo  es una novela modesta, se lee en apenas nada, pero deja un grato aroma en la memoria.



miércoles, 5 de marzo de 2014

Ismael Martínez Biurrun. Un minuto antes de la oscuridad

Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun, es la representante más reciente de ese grupo de novelas catalogadas de forma inapropiada e ignorante como distopías, el calificativo de moda con el que las colecciones procedentes del mercado generalista y los escritores adscritos a ellas intentan eludir, de forma risible, su incontestable pertenencia al género de ciencia ficción. Sí, el término ciencia ficción ahuyenta a los compradores, eso es sabido desde hace años, pero sorprende la falta de rigor con la que las grandes editoriales, haciendo uso de estrategias más propias de un mercachifle, están procurando salvar ese escollo. Sorprende también el silencio del fandom, protagonista en el pasado de reacciones tan furibundas como la mostrada contra el término "prospectiva" (una nueva denominación para ciertas temáticas del género basada en un profuso aparato teórico pero, ay, propuesta desde el mundillo) y que ahora calla e incluso apoya el ninguneo exterior de su propio nomenclátor.
La novela de Biurrun no es una "falsa utopía" (no otra cosa es la distopía), no hay elemento político en ella. Pertenece al subgenero de catástrofes, más propiamente al near future de tintes apocalípticos, aunque, paradójicamente, no facilita información de ningún tipo sobre las causas de la situación límite, del desastre que ha conducido a ese Madrid de pasado mañana hasta el punto de derrumbe en el que se encuentra. Una circunstancia que, por otra parte, no es obligatoria en la cf cuando la trama y el escenario son verosímiles. En esta novela, he aquí uno de sus puntos flojos, no llegan a serlo del todo.

Tras una serie de colapsos y revueltas, Madrid se ha replegado sobre sí misma y ha dejado de ser una ciudad segura más allá de la M-30. Las autoridades han cortado todos los suministros a los barrios del exterior, donde la policía ya hace tiempo que no patrulla. Cada día, familias como la de Ciro, Sole y su hijo se encierran en casa y cuentan los minutos hasta el anochecer, cuando una extraña multitud silenciosa toma las calles.
En medio de esta atmósfera irrespirable, Ciro deberá elegir entre huir con los suyos o luchar contra el avance de la barbarie: un dilema que partirá por la mitad el corazón de esta familia y que les llevará a cuestionarse quiénes son en realidad.

La novela presenta una doble vertiente genérica, se nutre a la par de la ciencia ficción y el terror, aunque con resultado desigual. Hay un problema de fondo con el carácter apocalíptico de esta historia, es difícil no hacerse preguntas constantemente sobre la extraña situación de la ciudad. Como señalé antes, no es necesario conocer el origen del derrumbe de la civilización, pero, en aras de la verosimilitud, sí algunas de las extrañas características que presenta el escenario. Madrid ha reducido el número de sus habitantes en un 90%, pero no hay señal de una amenaza lo suficientemente grave como para dar sentido a ese éxodo. A veces, Ciro, el protagonista, no encuentra a nadie por las calles, pero hay pasajes en un Barrio de la Prosperidad repleto de gente y una M-30 con bastante tráfico; la Universidad, la policía y el servicio de recogida de basuras, aunque bajo mínimos, aún existen, luego la administración aún funciona; algunas de las familias que abandonan sus hogares les prenden fuego, sin que la causa resulte evidente, y sin embargo otras no; el alcalde intenta levantar un muro que cerque la ciudad para protegerla de la amenaza de un grupo de solo 500 personas violentas acampado al este y a nadie parece extrañarle; el muro, en una ciudad depauperada, sin medios y con escasa mano de obra, va a una velocidad de construcción que nada tiene que ver con los cuatro años que empleó el faráon Gallardón en realizar las obras del sur de la M-30, mucho más modestas que lo que se propone en el libro.
Todos estos detalles perjudican, como decía, la verosimilitud e impiden sumergirse en la historia. Hay un hálito de falsedad continuo, una molesta sensación de que el autor ha construido un escenario ad hoc en el que encaje bien su historia, sin preocuparse mucho por la lógica o el sentido de ciertas situaciones. El otro elemento propio de la ciencia ficción, la clonación, está mejor tratado. El punto de partida es poco original, el género ha abordado esta temática bastantes veces, incluso en el asunto particular, el que concierne a las ventajas de una versión más joven (aunque en este caso sólo mentalmente) del amante. Sin embargo, Biurrun exprime muy bien las posibilidades que ofrece la historia, y llega incluso a enlazarlo (diría que en estos tiempos ya inevitablemente) con Blade Runner, escena de homenaje incluida. La dualidad androide/clon instituida en el personaje de Yonan es brillante.
Mejor trabajado está el componente terrorífico, en el que la ajenidad y el carácter ambiguo del clon, salvador y suplantador a la vez, juega un papel importante. Los "hawaianos", una horda violenta que recorre las calles asesinando adultos y raptando niños sin motivo aparente, son, sin duda, el mayor acierto de la novela. Una amenaza sin sentido, el fin de la civilización, el reverso de todo aquello en lo que Ciro cree y que le mantiene en pie. Junto al tratamiento de los personajes protagonistas, el punto fuerte de la novela. Ciro representa la lucha por conservar lo establecido, por mantener la llama de la civilización encendida. Su causa no es heróica, su día a día es más bien una cuestión de supervivencia, la defensa de su familia y de su estabilidad. La única forma de sobrevivir que tiene es mantener su rutina. En un mundo que se hunde, sigue acudiendo al trabajo como quien en nuestra España actual continúa pagando su hipoteca, pura inercia desesperada. A su lado, su hijo de dos años y Soledad, ex alcohólica, adicta a las píldoras, una persona tan débil interiormente como estúpida, ahora inmersa en una situación que hace honor a su nombre. El derrumbe de todo ha podido con ella, así que se entrega a la autoconmiseración y a hacerle la vida imposible a Ciro, su pareja. El mayor acierto de la novela proviene del respeto mostrado por el autor a este personaje, fiel a sí mismo hasta el final. Su último acto de estupidez suprema desencadena un desenlace esperado y otro magnífico, que explica sin hacerlo explícito la existencia de los hawaianos.
Pero, tratándose de Ismael Martínez Biurrun, un aspecto que se debe mencionar siempre es el estilo. No estamos ante un escritor conformista, y eso hay que valorarlo, pero la ambición mostrada en esta novela arroja tantos elementos para el elogio como para la detracción. El cambio continuado de tiempos verbales e incluso de persona en la voz narrativa confiere agilidad al texto. Se lee rápido, tiene un gran ritmo, excepto en aquellas ocasiones en las que el retoricismo no es acertado. Biurrun siente debilidad por los tropos, y el texto está, en ocasiones, repleto de metáforas, metonimias, símiles y comparaciones; el problema es que no siempre hace un uso acertado de ellos. Hay bellas imágenes en el texto, pero también contados desaciertos. Así, la joven Li Yun tiene para el protagonista "un cuerpo alto y estrecho como un tallo, apenas hembrado, aunque deseable de un modo febril"; hay "un portal varado en una travesía desprovista de toda épica,aunque dotada de contenedores para la basura"; un pasillo interior cuenta con una "atmósfera goteante" y una radio emite información a través de una "voz demacrada". Y es que el lirismo no lo es todo en las figuras retóricas, estas han de tener una cierta correlación conceptual y, sobre todo, sentido.
Si unimos a estos detalles estilísticos algún efectismo aislado tan gratuito como la decapitación y separación de las dos primeras víctimas (posteriormente no se menciona el motivo de ese modus operandi), se tiene la sensación de que algunos tramos de la novela han sido elaborados con la intención de epatar al lector más que para servir a la narración. Haciendo balance, un escenario mal apuntalado y una prosa en ocasiones poco certera son, en definitiva, los puntos oscuros de Un minuto antes de la oscuridad. Los claros, una escritura ambiciosa, un buen manejo del suspense, unos personajes coherentes y bien definidos, alejados del estereotipo, y alguna que otra imagen poderosa en el ámbito de lo terrorífico. No es una novela maravillosa, tiene bondades y desaciertos, errores de pulso, pero se huele el talento tras el teclado. Me anima a leer trabajos futuros del autor. Con suerte, quién sabe, lo próximo que escriba Biurrun podría ser una auténtica distopía.