miércoles, 10 de agosto de 2016

Criminal Blurbs


"Si Bukowski, Kerouac, Burroughs, Céline, el marqués de Sade y Ciorán hubiesen coincidido en una especie de grasienta y vergonzosa orgía de burdel, Jonathan Shaw sería, sin lugar a dudas, el diabólico y libertino vástago resultante."

-Johnny Depp

martes, 5 de abril de 2016

Mañana todavía, el fin de la distopía tal como la conocimos

Si se busca el origen de la palabra distopía, todas las fuentes remiten a los ingleses Jeremy Bentham y John Stuart Mill. El primero fue quien antes formuló la idea de antiutopía, refiriéndose a ella como la implantación de la peor forma de gobierno posible, cuyo resultado final sería el contrario al que se daba en la sociedad perfecta que Thomas Moore propuso en su obra Utopía (1516). Bentham lo denominó, por contraposición etimológica, cacotopia(1), un mal lugar o situación, pero fue Mill, en 1868, quien, como protesta a algunas medidas anunciadas para la gobernación de Irlanda, acuñó el nombre que todos conocemos hoy, dystopia(2), similar al anterior. Mill conserva la raíz de la palabra, calificando la situación que dejaría ese programa político como una utopía falsa o engañosa. Significativamente, Bentham y Mill son considerados figuras centrales del utilitarismo, filosofía que preconiza “el máximo bienestar para la mayor parte de la sociedad posible”, es decir, la felicidad social. Es lógico, pues, que en sus discursos introdujeran, como posibilidad comparativa, la antítesis de ese ideal y le dieran nombre. Si la utopía representa la felicidad social, la distopía surge como un concepto crítico opuesto cuya función es describir una sociedad que, aun manteniendo una apariencia benévola, es de signo contrario; precisamente, una sociedad gobernada por los valores opuestos a los utópicos, es decir, una falsa utopía.
Debido a su inexistencia e imposibilidad, la utopía, como entelequia que es, sólo puede ser tratada desde la ficción no realista. Por su relación directa con ella, la distopía también ha sido excluida del realismo e incluida en la literatura fantástica, pero bajo un prisma distinto. Desde el principio quedó claro que, si bien la utopía daba juego como muestrario de maravillas y deseos, es decir, como literatura o bien escapista o bien de anhelo social, su reverso distópico ofrecía un juego superior como herramienta para la especulación admonitoria y la crítica política. Así, su adopción por la ciencia ficción, el subgénero literario que mejor explota la capacidad metafórica y alegórica de lo improbable pero posible, el que posee mayor potencial para diseccionar lo hipotético, era inevitable.
Las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX vieron la publicación de obras que, poco a poco, fueron afinando las características finales de la distopía. Los propios padres de la ciencia ficción, Jules Verne y H. G. Wells, escribieron relatos con diversos contenidos distópicos(3). Escritores como Samuel Butler y Jack London se acercaron en sus respectivas obras Erewhon (1872) y El talón de hierro (1908) a un territorio temático que Ievgueni Zamiatin, en su novela Nosotros, asentaría definitivamente como subgénero en 1927. Las grandes obras posteriores que coronan esta nueva rama de la ciencia ficción, concretamente 1984 (1949), de George Orwell, y Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, son claramente deudoras de la obra del ruso, hasta tal punto que algunos teóricos han llegado a sugerir que las tres son, en realidad, la misma obra(4). Los puntos en común son innegables (Orwell señaló repetidas veces la influencia que Nosotros tuvo en su novela y -aventuró- en la de Huxley(5)), tanto en el componente histórico como en el escenario opresivo y en la estrategia narrativa.
Las tres distopías son, además, hijas de otro subgénero de la ciencia ficción: el postapocalíptico. Las sociedades alienantes que muestran surgen como resultado de conflictos mundiales ocurridos en el pasado: una guerra de doscientos años, una de nueve que conlleva un hundimiento económico global y, finalmente, otra que ha durado décadas. En las tres novelas hay una forma de gobierno centralizada y representada por una figura (el Gran Hermano, el Gran Benefactor y los Controladores Mundiales) que dice velar por sus ciudadanos, pero que en realidad los domina; que se presenta al lector como símbolo paternal, pero que en realidad es, principalmente, un elemento de control despótico. El conflicto se desarrolla también de la misma forma. El sujeto, la anomalía individual, descubre las contradicciones del sistema mientras mantiene una relación amorosa con una persona del sexo opuesto, una mujer que juega un papel convulsivo en el despertar del protagonista y en el proceso de su desencuentro y ruptura con el estado distópico. Puede decirse que, por su enorme importancia en los hechos, son en realidad las parejas y no los sujetos (D-503 e I-330, Winston y Julia, Bernard y Lenina) quienes interpretan el papel protagonista.
Pero todas esas similitudes estructurales, ese esquema compartido del que se sirve cada una de estas novelas para desarrollar su peripecia, están al servicio de un trasfondo común político y social, y aunque la estética perdura en novelas posteriores, es este el que trasciende y es asimilado por la ciencia ficción para desarrollar, a partir de mitad del siglo XX, las siguientes distopías literarias. El nuevo subgénero queda, al igual que el término que lo encabeza, como una ficción que presenta formas de gobierno presuntamente favorables al hombre pero en realidad perjudiciales, como la descripción de una sociedad cuya naturaleza utópica ha sido pervertida y es, en esencia, falsa. La distopía, siguiendo su propia definición, nace como un subgénero literario social y político, y así lo entiende la ciencia ficción, género que lo adopta y lo utiliza como herramienta para proyectar los problemas y amenazas sociopolíticas de cada generación, creando en adelante alegorías sociales con una fuerte carga crítica.
Novelas como Farenheit 451, Mercaderes del espacio, Todos sobre Zanzibar o Las torres del olvido(6) aportan nuevas formas de abordar la perversión de la utopía. Sus modos son distintos a los de los tres grandes clásicos del subgénero, pero la esencia es la misma. Sociedades alienantes, que bien desde el despotismo, bien desde el capitalismo salvaje o desde cualquier forma de sometimiento gubernamental mantienen a sus ciudadanos en una infelicidad continua. Los innumerables matices aportados por la gran cantidad de historias distópicas escritas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX fueron asentando el subgénero hasta convertirlo en una de las ramas literarias más importantes de la ciencia ficción y más fecundas en cuanto a crítica sociopolítica a todos los niveles.
En los albores del siglo XXI, la literatura de la infelicidad y la opresión social tenía un nombre: distopía. Tras décadas de crecimiento asociado a cientos de narraciones y estudios literarios, el subgénero se lanza al nuevo siglo con una base teórica diáfana, elaborada a hombros de críticos y escritores. John Clute la define como “un modelo negativo de una sociedad ideal”(7). David Pringle de este modo: “un lugar políticamente desagradable para vivir (opuesto a utopía, un buen lugar)”(8). La distopía, apegada a su origen, se define como una ficción de carácter político y social, y más concretamente, como el reverso oscuro de la utopía. El nuevo siglo sigue produciendo distopías stricto sensu, como Génesis, de Bernard Beckett, o El método, de Juli Zeh, pero en el año 2008 ocurre algo que trastocará décadas de historia, el involuntario principio del fin, la adulteración de lo que hasta entonces había seguido un proceso de crecimiento natural.
Dos años después de que el subgénero postapocalíptico, gran dominador literario en el siglo XXI, sorprenda a la industria con el libro de Cormac McCarthy titulado La carretera, la distopía presenta Los juegos del hambre, la primera novela de una trilogía escrita por Suzanne Collins. El enorme éxito de ventas que obtiene esta obra, con posterior triunfo cinematográfico, le presenta al mundo editorial una solución para un problema pendiente en los últimos años. En la década de 2000, la ciencia ficción ha comenzado a ser tratada con normalidad literaria y vende, vende mucho. Está en las manos de los grandes escritores generalistas y también en las de los autores superventas de la literatura juvenil. Pero sigue teniendo ese horrible nombre que ahuyenta a los compradores. La solución al problema se presenta, diríase desde el cinismo, inevitable. Distopía es una palabra elegante que cuenta, además, con un pasado distinguido (Orwell, Huxley), con obras muy apreciadas por la crítica general. Es una etiqueta atractiva para el lector culto, pero también, gracias a Collins, para el joven devorador de series. Así pues, el mercado editorial, apoyado en un principio por la crítica no conocedora del género, decide que toda la ciencia ficción que se publique llevará, a partir de entonces, la usurpadora calificación de distópica. Postapocalípticos principalmente, pero también futuros cercanos, ciberpunks, technothrillers y toda una gama de subgéneros con décadas a sus espaldas quedarán atrapados en la telaraña distópica, en una suerte de aberrante globalización genérica que pregona la distopía como, simplemente, un mal futuro.
Este desprecio por la historia del género acaba medrando gracias a la connivencia de muchos de sus aficionados, y más concretamente de la mayor parte del denominado fandom(9). Escritores, blogueros, usuarios de foros, antologistas(10) y, por supuesto, editores, algunos de ellos conocedores del pasado del género, comienzan sin embargo a dar pábulo al ninguneo del resto de subgéneros, llegando a convertir en viral, por pura replicación, la innatural generalización del término distópico, que acaba por suplantar a todos los demás, y para agravarlo aún más, con carácter retroactivo. La propia La carretera, que en su día absolutamente nadie catalogó como novela distópica, sino como lo que era, postapocalíptica, es declarada ya distopía. El problema con esta suplantación es evidente, puesto que obliga a replantear todos los libros teóricos de la ciencia ficción. La nueva distopía abarca todo tipo de futuro negativo para el hombre, independientemente de las causas, sean estas ambientales o extraterrestres. El núcleo diferencial de la distopía, aquello que le da sentido y cuerpo, la especulación sociopolítica, ya no es imprescindible. El daño es histórico, pues, si esto es así, habría de aceptarse, a partir de ahora, que La Tierra permanece (1949), de George R. Stewart, no es una novela postapocalíptica, sino una distopía (la Humanidad sucumbe a una pandemia, es un mal futuro); que las Crónicas marcianas (1950) no pertenecen a la ciencia ficción espacial, sino a la distopía (la Humanidad perece casi al completo junto con su planeta, es un mal futuro); que la serie de Fundación (1951) es una distopía (el fin y disgregación del Imperio es un futuro pésimo). Y así ad líbitum.
Este fenómeno, que comenzó en el mundo anglosajón, ha tenido un rápido arraigo en España. El éxito de la maniobra editorial, al menos en su objetivo comercial, ha provocado un mayor interés por algunas publicaciones, mal etiquetadas, pero, por otro lado, bastante interesantes. Dos de las novelas más populares del género en estos últimos años -Cenital (2012) de Emilio Bueso, y Un minuto antes de la oscuridad (2014), de Ismael Martínez Biurrun- han sido publicitadas como distopías, cuando en realidad no lo son. Los tintes distópicos no bastan para darle el calificativo de distopía a una narración; el conflicto social o político ha de ser un elemento nuclear de la historia(11), cosa que no sucede ni en una ni en otra obra. Hay en ellas un declive civilizatorio debido a catástrofes externas, pero no sitúan un sistema de gobierno perverso en el centro de sus relatos. Ambas novelas son postapocalípticas, como lo son gran parte de los relatos que en estos momentos se están considerando distópicos, ya que retratan futuros caóticos o posteriores a un cataclismo, en realidad crónicas de supervivencia en grupo sin rasgos de sociedad organizada. Precisamente, algunos de ellos conforman la materia de estudio de este artículo: los recopilados en la antología a cargo de Ricard Ruíz Garzón titulada, de forma equívoca, Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI.
Efectivamente, no sólo de novelas ha vivido la distopía. Los cuentos, con su lenguaje propio, con sus limitaciones de espacio, han ido configurando también la fisonomía del subgénero, demostrando que se puede crear toda una sociedad ficticia sin dar demasiados detalles, centrándose precisamente en la idea. Valgan como ejemplo dos de los mejores relatos que ha dado, ya no solo el género distópico, sino la propia ciencia ficción. En “Los que se alejan de Omelas”(12), Ursula K. LeGuin presenta una sociedad que ha alcanzado la felicidad global a costa del sufrimiento de un niño. No hay mucho más en el cuento, sólo la determinación final de sus habitantes, pero es suficiente para emocionar y provocar una honda reflexión en el lector. William Gibson recurre a la descripción utópica como espejo perverso de nuestra imperfección. En “El continuo de Gernsback”(13) las similitudes estéticas entre el futuro pulp de las revistas de Hugo Gernsback y la pureza aria perseguida por el nazismo son tan evidentes que, con una sola frase final, la utopía se evidencia distopía. En ninguno de estos dos cuentos se entra en detalles, pero cada uno deja clara a su manera, con ideas que se pueden resumir en una frase, su pertenencia al subgénero.
Dado, por tanto, que los cuentos están condicionados por su brevedad y que pueden incurrir en esta bipolaridad reciente, Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI se presenta, a priori, como una incógnita. Si el problema del etiquetado erróneo afecta al lector en la compra del libro (si somos estrictos, el contenido no se ajusta al título), al crítico le supone aún un mayor problema. No para quien ignore el pasado o se sume a la adulteración del término, pero sí para quien trate de analizar los doce cuentos con la exigencia de quien espera doce distopías. Quien así lo encare, quedará defraudado por la errónea categorización de muchos de los cuentos, y por lo tanto no llegará a entrar en ellos, lo cual no deja de ser totalmente injusto, tanto para el escritor como para el lector. Así pues, es más pertinente analizar los relatos de esta antología sin falsas expectativas, como si su título fuera Mañana todavía. Doce cuentos de ciencia ficción para el siglo XXI, un nombre que, una vez terminada la lectura, se ajusta más a lo que el lector va a encontrar.
En puridad, sólo una cuarta parte de la antología podría ser considerada distópica; cuatro cuentos a lo sumo, uno refrescantemente atípico. Al menos, entre ellos se encuentran los textos de mayor calidad del libro. El mejor es, sin duda, “Los centinelas del tiempo”, de Javier Negrete, una distopía con acento juvenil en la que el mundo ha sucumbido a la corrección política. Esta domina todas las facetas del comportamiento humano y se hace notar especialmente en el sector educativo. La opresión y la absurdidad que Negrete introduce en su historia remueven el intelecto por identificación directa, por lo actuales que parecen muchos de los actos y pequeñas exageraciones que esta plantea, y por lo reconocible de los comportamientos y objetivos que comparten los villanos del relato. La generosa longitud del texto, en realidad una novela corta, permite al autor explayarse en la descripción de esa sociedad que, de tan correcta, se torna inhumana. Hay un homenaje final a la serie cuasi homónima de Poul Anderson que está jugado con gran pericia y exquisito gusto. En suma, una delicia de relato.
El siguiente en brillantez, “Instrucciones para cambiar el mundo”, es obra de Félix J. Palma, un autor que, gracias a su Trilogía Victoriana(14), lleva varios años en la cresta de la ola literaria. De los tiempos de la añorada revista Artifex(15) procede esta distopía de estética kafkiana. En una sociedad surrealista, en la que muchos de los usos y costumbres están invertidos, un individuo anónimo inicia una revolución impulsado por el amor. Es un cuento redondo en el que todo parece medido a la perfección, desde la trama en sí al juego planteado con los títulos de los respectivos capítulos en que se divide. La escritura morosa y refinada del autor se adapta a la historia como un guante, dotando de una necesaria petulancia al protagonista y de un aire arcaico y burocrático a la sociedad que describe.
Estos dos cuentos logran, además de divertir con sus historias, trasladar una crítica social al lector, una reflexión sobre nuestro tiempo actual. Cumplen su objetivo por el equilibrio que mantienen entre los diferentes niveles de lecturas y por la sutilidad con la que el mensaje está imbricado en el texto, que es, precisamente, lo que Elia Barceló no consigue imprimir en su aportación a la antología. El problema de "2084. Después de la Revolución" es, precisamente, la falta de pulso en la ocultación de su propuesta. Es un cuento demasiado evidente, cuyo paralelismo con los hechos que estamos viviendo estos últimos años se muestra con tal descaro que deja a la vista una suerte de afán revanchista. Sorprende encontrar esta falta de sutileza en la obra de una escritora con tanto bagaje a sus espaldas y que, como dice el propio antólogo, ha sido considerada la gran dama de la ciencia ficción española. El cuento presenta una sociedad clasista, una distopía en la que el color de tu tarjeta se corresponde con tu estatus y condiciona, por tanto, tu vida. Se trata de una alegoría de trazo un tanto grueso que cuenta como gran acierto la inteligente disposición narrativa de los protagonistas. Barceló logra dar una visión global de lo que verdaderamente importa en una distopía, cómo afecta esa sociedad a los individuos. Lo consigue al hacer saltar el foco de la narración entre varios personajes de edades distintas. La presencia remota de un bebé, la de una joven madre, una pareja adulta y el testimonio de un hombre viejo, todos enlazados en la historia, dan una perspectiva plural de los efectos que esa sociedad tiene en sus ciudadanos. Leyendo el mensaje final del anciano, se podría concluir, parafraseando al clásico cinematográfico que sobrevuela la narración(16), que las tarjetas “están hechas de gente”. Finalmente, causa cierta perplejidad que tampoco sea uno de los textos más relevantes en el aspecto formal.
No sorprende, sin embargo, que el cuento más complejo de la antología venga de la mano de José María Merino. “La Inteligencia Definitiva” es una distopía que, debido al juego metaliterario y a la inusual estructura narrativa, pudiera no parecerlo, ya que, durante todo el relato, la sociedad alienada permanece fuera de foco. La pirueta con la que Merino logra plantear una distopía sin entrar en ella, desde el exterior, es digna de aplauso. El relato comienza con la crónica de los Reacios, un grupo de personas que, huyendo de una sociedad cada vez más pendiente del teléfono móvil, fundan una aldea en la que conviven al margen, en una suerte de neorruralismo ludita. Un día reciben una visita en la que una Inteligencia Artificial que ha tomado conciencia (a la manera del Wintermute gibsoniano(17)) y se ha hecho con el poder desde los teléfonos móviles les invita a reincorporarse a la sociedad humana. Los aldeanos toman una decisión, pero entonces el foco narrativo cambia y le da voz a la IA. La historia concluye como el más famoso de los microrrelatos de Fredric Brown(18). La crítica a nuestra dependencia de los teléfonos móviles y sus aplicaciones es tan evidente como la que Barceló realiza del momento político-económico en su cuento, pero el sentido del humor implícito en todas sus páginas, especialmente en el grandilocuente final, conducen esa patencia hacia el lado correcto.
Este cuento es excepcional por varias razones. No sólo por su construcción, sino también por el original contenido. Enuncia una distopía sin mostrarla, gracias a un salto metanarrativo, desde la mente del Gran Hermano/Gran Benefactor, y utiliza un estilo que no es el usual en el género. Al igual que Enrique Vila-Matas en su cuento “Amé a Bo”(19), Merino encara la ciencia ficción utilizando modos distintos a los habituales en la ciencia ficción. Es una forma de abordaje no campbelliana(20), que está más en la línea de Jonathan Swift que en la de la narrativa genérica habitual. No abusa del lenguaje cientificista (la ciencia es un elemento de contexto más que no ha de ser explicado, solo utilizado), y desde luego no muestra interés escapista. La carga crítica de su relato trabaja en la misma frecuencia que suele hacerlo la ironía; se presenta con una solemnidad tan impostada que todo el cuento podría parecer un divertimento travieso. Abordarlo desde la ortodoxia del género sería un error absoluto.
Junto con la distopía, el otro subgénero más representado en este volumen es, precisamente, el que ha dominado la ciencia ficción en los últimos años, el postapocalíptico, con también cuatro cuentos, uno de ellos en el límite. El más directo es “Al garete”, un relato en el que Emilio Bueso vuelve a demostrar que le tiene cogido el tono a los futuros catastrofistas. Escrita con un estilo más depurado que el que mostró en Cenital, se trata de una historia minimalista que basa todo su atractivo en la descripción de los restos de una Humanidad sobreviviente al colapso, embarcada en un viaje a ninguna parte. Es un relato de situación que no deja más poso en la memoria que sus atractivas imágenes. Más interés tienen “Limpieza de sangre” y “Camp Century”, escritos por Juan Miguel Aguilera y Marc Pastor respectivamente. Ambos cuentan con tramas absorbentes y con detalles que invitan a la reflexión. El primero se desarrolla en España, habitada por musulmanes después de que una epidemia de ébola haya arrasado el sur de Europa. Terrorismo, cultura árabe y ébola convierten a este relato de acción en una suerte de noticiario emitido justo ayer. A pesar del corto espacio, Aguilera logra crear un buen pasapáginas por su gran manejo del suspense, una acción bien narrada y la evidente carga premonitoria.
El cuento de Pastor, situado en el hipotético futuro que sigue a su exitosa novela El año de la plaga (2010), contiene un homenaje al gran clásico del subgénero postapocalíptico El día de los trífidos(21) (plantas andantes han invadido el mundo) y es una aventura de supervivencia individual y grupal. Es cierto que “Camp Century” apunta una tímida intención distópica en su descripción del refugio subterráneo que da acomodo los humanos, pero el texto no se centra en el aspecto sociopolítico de esa comunidad, sino en la amenaza exterior. La escritura obligatoria a la que se somete a sus habitantes no es un sistema de control, sino un elemento de la narración postapocalíptica que cobra sentido al final de la historia, y tampoco hay atisbos de un maquillaje que oculte una opresión social. Un grupo de personas malviviendo juntas no conforma per se una distopía, y por otra parte, es evidente desde la primera página dónde está colocado el foco de esta, por otra parte interesante, historia. “Gracia” es el último de los cuentos que sitúan su acción tras un colapso civilizatorio; en este caso, se intuye, social. No se tienen grandes noticias del porqué, pero la Barcelona que describe Susana Vallejo se encuentra bajo mínimos y obliga a sus habitantes a realizar actos atroces. Es imposible calificar esa sociedad como una falsa utopía y, por otra parte, apenas se trasluce una forma de gobierno. Libre del falaz etiquetaje, el cuento de Vallejo busca con soltura la emotividad explotando en primer lugar la añoranza del pasado desde una recuperación de las costumbres escrita en tono realista, para acabar abismándose en los terrenos más negros del terror. Se trata de una extrapolación oscurísima de la crisis económica y sus posibles consecuencias, escrita, además, con buen estilo.
Los cuatro cuentos restantes no se zambullen claramente en un subgénero determinado, pero contienen algunas de las temáticas, o más concretamente, de los nova(22) más utilizados de la ciencia ficción. Si el cuento de Merino comprometía la dependencia actual del teléfono móvil, el “WeKids” de Laura Gallego profundiza un nivel más y ataca directamente al contenido, concretamente a las redes sociales y a la necesidad de popularidad que provocan. Con un tono propio del género juvenil (lo cual no es en absoluto negativo; recordemos que Los juegos del hambre, iniciadores del boom distópico, pertenecen al young adult anglófilo), la escritora realiza un medido ejercicio de crítica ascendente, un duelo de imagen entre niños, miembros de una red social infantil, que va creciendo hasta una conclusión que culmina, con exactitud de metrónomo, el objetivo crítico del relato. El triunfo del protagonista es la derrota de nuestro tiempo; la imagen social, la popularidad, por encima de los conocimientos.
“Colapso”, de Juan Jacinto Muñoz Rengel, comparte con el cuento anterior la cualidad de near future. Los avances tecnológicos han generado una clase media aburrida y decadente, que utiliza implantes cerebrales a través de los cuales el sujeto puede, incluso, acceder a cámaras de vídeo externas o a lo que está viendo otra persona. La sorpresa final no mengua el desencanto que el desordenado planteamiento produce. Falla la estructura, y con ella, tanto la crítica a las clases medias adocenadas como el aviso sobre la pérdida de control de nuestras vidas quedan un tanto oscurecidos. Este cuento y el anterior plantean futuros cercanos muy parecidos a nuestra realidad. El de Gallego describe el mundo actual con un facebook para niños; el de Rengel traslada el control al que nos podría someter internet al interior de nuestro cráneo. Lejos de ser distopías futuristas, ambos plantean el novum en el escenario de una sociedad similar a la que compartimos.
El relato de Rosa Montero titulado “El error” podría integrarse perfectamente en el espacio conceptual de su novela Lágrimas en la lluvia (2011) y fue publicado en el suplemento del diario El País. Ofrece, en sus pocas páginas, un menú dickiano que incluye falsa memoria, duda de la realidad y androides. Sorprendentemente, es una de las aportaciones de ciencia ficción más clásica del volumen. La otra pertenece a Rodolfo Martínez, que demuestra su pericia en la construcción de tramas bien elaboradas y en el desarrollo de la acción. De hecho, el suspense se impone sobre cualquier otra lectura, hasta el punto de que es difícil encontrar la faceta crítica en esta historia de clonación y luchas de poder.
Estos doce relatos conforman una antología que merece la pena leer, especialmente por el componente localista. Es interesante comprobar cómo acomete la mayoría de estos escritores un proyecto de encargo, medir la salud de los cuentistas españoles de ciencia ficción, de dentro y fuera del género. Lo principal, como en toda obra literaria, son los autores y sus textos, pero, por otra parte, cuando se anuncia una antología temática, hay que ser riguroso. Se trata, sin duda, de un buen libro, una buena colección de cuentos de ciencia ficción con un nivel bastante regular y algún relato magnífico, que no perdería un pulso con muchas de las antologías anglosajonas. Precisamente por esto, visto el resultado final (cuatro distopías de doce y algún matiz perdido en otro par de cuentos), produce cierta desazón comprobar que este volumen se presenta bajo ropajes espurios.


Podría pensar el lector que esta crítica emplea demasiado tiempo en una discusión bizantina: si las distopías definen en realidad antiutopías políticas, como han venido haciendo durante más de un siglo, o si, al albur del acriticismo imperante, aceptamos la propuesta editorial de que, de ahora en adelante, no será mas que una etiqueta que designa futuros pesimistas. ¿Por qué insistir tanto en la perdurabilidad de un significado? Pues por utilidad, por comprensibilidad, por cultura, por respeto a la historia de un género que, olvidado por la intelectualidad durante décadas, se ha esforzado en elaborar su propio aparato teórico. Porque la distopía, tal como se entendía el siglo pasado, es cultura, y la del último lustro, industria. Y porque hay razones de peso más allá del etiquetaje; porque el término distopía hace tiempo que traspasó las barreras literarias.
El chapapote no es distópico; el rostro de Mariano Rajoy en una pantalla de plasma anunciando precipitadamente el final de la crisis, sí. Ampliar el territorio acotado por un término siempre conlleva una pérdida de singularidad, lo que provoca una disminución en su capacidad de concretar el mundo. Si distopía define, simplemente, un mal futuro, entonces la potencia crítica de la palabra disminuye. Nosotros es una distopía que alerta sobre el régimen totalitario al que conducía la realidad rusa vivida por Zamiatin; 1984 es una distopía que desenmascara el sometimiento de las libertades que supuso el estalinismo. En estos momentos, con la nueva acepción anulando a la anterior, decir que ambas novelas son distopías no sería decir mucho. Futuros pesimistas, sin más. Sin un toque de contenido crítico. Decir, si nos ceñimos al nuevo concepto, que el mensaje del presidente del gobierno de España es distópico es no decir nada. Rajoy anuncia un mal futuro, punto. La banalización actual del término, que incluye cualquier catástrofe que la naturaleza o la casualidad puedan provocar, acaba con su utilidad como elemento de crítica política y social. Así, una herramienta de denuncia y reflexión que sirvió durante más de cien años a la lucha por la libertad, que señaló desde textos y discursos a regímenes inmersos en el desprecio por los derechos fundamentales del individuo y alertó sobre caminos sociales erróneos, deja de ser efectiva. Una víctima más del negocio. Otra victoria para el neoliberalismo.
La disputa sobre el significado real de la palabra distopía no es una cuestión baladí, ni mucho menos. No es solo un asunto literario, es también un debate sobre la utilidad de las palabras y lo que significamos con ellas. En definitiva, sobre qué tipo de mundo queremos legar, puesto que describir el mundo es construirlo.




1. "As a match for utopia (or the imagined seat of the best government) suppose a cacotopia (or the imagined seat of the worst government) discovered and described." Bentham, Jeremy. (1818). Plan of Parliamentary Reform, in the form of a catechism.
2. "It is, perhaps, too complimentary to call them Utopians, they ought rather to be called dys-topians, or caco-topians. What is commonly called Utopian is something too good to be practicable; but what they appear to favour is too bad to be practicable." Mill, J. S. (1868) ·Dystopia Oxford English Dictionary.
3. La sociedad conformada por Morlocks y Elois en la novela de Wells La máquina del tiempo (1895) es un claro ejemplo de sociedad funcional basada en un precepto espantoso, alegoría del desequilibrio entre clases en la Inglaterra victoriana. Por otra parte, las características de la sociedad que Verne describe en París en el siglo XX (aunque publicada recientemente, escrita en 1863) son claramente alienantes.
4. Ramón García Cotarelo. “Zamiatin, Huxley, Orwell: la antiutopía”, ensayo en “Orwell: 1984. Reflexiones desde 1984” (1984).
5. Reseña de Orwell: http://orwell.ru/library/reviews/zamyatin/english/e_zamy
6. Novelas escritas por Ray Bradbury (1953), Frederik Pohl (1952), John Brunner (1968) y George Turner (1987) respectivamente.
7. “A negative model of an ideal society.” Science Fiction. The Illustrated Encyclopedia. John Clute. (1995)
8. “A politically nasty place to live (opposite to Utopia, a good place).” The Ultimate Encyclopedia of Science Fiction. David Pringle. (1996)
9. Fandom es una contracción de fanatic kingdom, que viene a significar los dominios del aficionado, el grupo activo de seguidores (fans) de una determinada disciplina. El de la ciencia ficción es, quizás, el más relevante.
10. El propio Ricard Ruíz Garzón, antólogo del libro que motiva este artículo, reconoce en uno de los comentarios de El fraude en el etiquetado de la distopía, ensayo escrito por Julián Díez, lo siguiente: “(En Mañana todavía) encontrarás dos o tres textos que no son exactamente distopías, sino que están ahí en la frontera”. En realidad son bastantes más. http://www.ccyberdark.net/1328/el-fraude-en-el-etiquetado-de-la-distopia/#comment-48824
11. Ejemplos hay muchos. Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, novela de Philip K. Dick, contiene un pasaje en el que se presenta, durante una parte del libro, una realidad alternativa distópíca, y sin embargo no es una distopía.
12. En la antología "Las doce moradas del viento". Ursula K. LeGuin. Edhasa (1985).
13. En la antología "Quemando cromo". William Gibson. Minotauro (1986).
14. Compuesta por las novelas El mapa del tiempo (2008), El mapa del cielo (2012) y El mapa del caos (2014).
15. El cuento fue publicado previamente en Artifex Segunda Época vol.7. VV.AA. Artifex Ediciones (2002).
16. “Cuando el destino nos alcance”, película dirigida en 1973 por Richard Fleischer y basada en el libro ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966), del escritor norteamericano Harry Harrison.
17. Wintermute es la IA que toma conciencia alimentada por el tráfico de datos del ciberespacio en la novela Neuromante. William Gibson (1984).
18. “Respuesta” (1954). Se puede encontrar en "Luna de miel en le infierno y otros cuentos de marcianos". Gigamesh (2005).
19. Amé a Bo fue publicado en la antología "Exploradores del abismo". Enrique Vila-Matas. Anagrama (2007).
20. John W. Campbell Jr. fue el editor más importante que ha tenido la ciencia ficción. Bajo su dictado, principalmente al mando de la revista Astounding Science Fiction, encauzó la corriente del género hacia unas formas y contenidos determinados que, a pesar de los posteriores desarrollos, siguen prevaleciendo hoy en día.
21. El día de los trífidos. John Wyndham (1951). Varias ediciones a cargo de la editorial Minotauro.
22. Plural de novum, término acuñado por Darko Suvin que define el elemento nuevo, diferencial, entre el universo narrado y el del lector en los relatos de ciencia ficción.




* Ensayo publicado previamente en la revista Hélice, vol. II, nº 4.