lunes, 21 de agosto de 2017

Robert C. Wilson. Darwinia y Los cronolitos


Hay premios inmerecidos cuya concesión no responde a la presión de lobbies ni a modas temáticas concretas. En algunos casos, tienen su origen en un equivocado sentido de la justicia, un deseo de romper de una vez el cántaro que tantas veces había ido a la fuente. Sobra decir que, tanto la propia causa de justicia como el perjuicio que supone para el resto de participantes, hacen que la entrega de ese premio sea, triste paradoja, injusta. Debido a la anterior entrada sobre el premio Hugo, he recordado a Robert J. Sawyer y su novela Homínidos, pero también a Robert Charles Wilson, un buen autor que durante años encabezó la alternativa a la complejización y autorreferencialidad del género con una serie de novelas escritas a la manera clásica, sin complicaciones.
Tras ser nominado tres veces, dos de ellas con las obras que encontrarán ustedes reseñadas más abajo, a Wilson le llegó la recompensa con Spin, novela aclamada por la cual no comparto devoción. Fue uno de esos casos en los que uno se queda solo contra el mundo; me pareció que, al igual que le había ocurrido años antes al también canadiense Sawyer, no habían premiado su mejor novela, sino un merecimiento acumulado. Si me preguntan, creo que esta es Los cronolitos, aunque también es cierto que no he podido leer sus últimas obras. En España, Wilson ha pasado a ser uno de esos escritores "quemados", una víctima de los movimientos editoriales. La Factoría de Ideas publicó gran parte de su obra en Solaris Ficción, pero no pudo hacerlo con Spin, el premio Hugo, que fue publicado en Omicron, de Roca Editorial. Extintas las dos colecciones, nadie ha querido coger el testigo, ni para publicar las dos continuaciones de un premio Hugo, que en teoría siempre ayuda en las ventas, ni para publicar las tres novelas independientes escritas después por el autor, una de las cuales fue nominada a ese mismo premio en 2009.
Es una lástima, pero, debido a los vaivenes editoriales y a otras cuestiones de mercado algo más complejas, los lectores españoles perdemos la posibilidad de seguir leyendo a autores interesantes y de completar series interrumpidas, que acaban quedando cojas en las estanterías. Un autor o una serie "quemados" dejan al lector desamparado, máxime cuando algunas de esas series no han sido creadas al socaire de un éxito, sino que han sido concebidas como un cuerpo entero, aunque dividido en entregas. Seguro que ustedes, como yo, tienen más de una en la cabeza; díganme las suyas y yo les diré las mías.



Darwinia

En ocasiones, se hace difícil encontrar las palabras exactas con las que definir qué sentimientos despierta en su conclusión un determinado libro. En otras, sin embargo, es tarea sumamente fácil. Esta novela de Robert C. Wilson, por ejemplo, sólo provoca sinónimos: enojo, irritación, enfado. Y no por su ideología o por su baja calidad, sino por su defectuosa construcción; por suponer, en suma, una gran ocasión desperdiciada.
Darwinia comienza de manera fulgurante, bajo una premisa realmente atractiva. En 1912, de la noche a la mañana, Europa es misteriosamente sustituida por una espesa jungla de flora y fauna desconocidas. Con una prosa más que cuidada, vaga lentitud y exquisito gusto por lo antiguo, el autor logra reproducir los aromas de la imprescindible literatura de viajes de principios del siglo XX. La América que habrá de convivir con las consecuencias del llamado "Milagro" y las nuevas tierras de Darwinia, vividas a través de los ojos y experiencias de los principales protagonistas, se convierten en un decorado de lujo para el desarrollo del principal motor de esta obra: el misterio que envuelve a la transfigurada Europa.
Con este comienzo, Darwinia se prefigura como una novela realmente absorbente, capaz de jugar con subgéneros presumiblemente dispares, aunando la supuesta ucronía y el consabido macroartefacto (¿qué otra cosa sino esto es en realidad el nuevo continente de Darwinia?) en un conjunto impulsado continuamente por una indescifrable incógnita. Sin olvidar tampoco el magnífico telón de fondo que supone la posibilidad de especular con una Historia en la que no existió Primera Guerra Mundial ni influencia alguna de Europa en el decisivo siglo XX.
Sin embargo, como en la vida misma, la sinrazón aparece a veces en el terreno de lo creativo. Llegado el primer tercio del libro, en un defraudante ataque de impericia, el autor decide cortar dolorosamente el ritmo y la vida de la narración insertando un breve Interludio, tras el cual pretende continuar las cosas donde las dejó. En él, se desvela anticipadamente, con pelos y señales, el origen y causas del misterio darwiniano, lo que provoca el desinflamiento total de la trama, que a partir de ese momento, conducida con pulso inestable, deja de interesar del todo.
Aunque la idea interna que da origen al prodigio del cambio de Europa es enormemente interesante, lo que resta del libro resulta ya tan falto de intriga que la lectura se torna anodina; el conocimiento del secreto mata la curiosidad. Del posible estudio histórico paralelo no se dan mas que breves apuntes. Hasta la prosa se devalúa. Sólo al final, en la lógica y anunciada conclusión, la novela vuelve a ganar cierta altura debido a un breve conchabeo con el terror lovecraftiano. Sin embargo, la presunta profundidad que se adivina en las últimas páginas no logra calar debido al estado de desinterés con que se llega a ellas.
Darwinia es un ejemplo más de lo que pudo haber sido y no fue. Una ilustración maravillosa, un excelente comienzo, unas ideas dignas del mejor creador, pero en resumen, una historia mal contada.



Los cronolitos

La novela más reciente de Robert Charles Wilson, candidata al premio Hugo de 2002 y co-ganadora del premio John W. Campbell Memorial de ese mismo año, confirma la fijación del autor por una misma idea como base central de su interesante obra. Esto no es algo nuevo (recordemos que el gran Dick basó la casi totalidad de su creación literaria en dar vueltas y vueltas sobre el mismo asunto) ni, en este caso, negativo. Las tres novelas de Wilson publicadas hasta el momento por La Factoría de Ideas tienen su origen en alguna misteriosa aparición o desaparición. En Darwinia, el continente europeo al completo era sustituido de la noche a la mañana por una inexplorada jungla extraterrestre; en Mysterium, un pueblo del medio oeste americano se trasladaba a una realidad alternativa; en Los cronolitos, una serie de colosales monumentos procedentes del futuro próximo comienza a aparecer a lo largo y ancho de Asia. Afortunadamente, el escritor canadiense no reitera los argumentos y dota a sus novelas de historias originales con tramas muy distintas.
Los cronolitos se desarrolla en un futuro cercano en el que la sociedad se ve empujada al desastre debido a la aparición espontánea de enormes monumentos, los cronolitos del título, que conmemoran las futuras victorias de un genio militar llamado Kuin, casi dos décadas más adelante. La razón de ser de estos cronolitos parece evidente: crear un bucle de retroalimentación para que el efecto, inexorablemente, conduzca a la causa. La inestabilidad que provoca la sucesiva aparición de los monumentos da paso a una sociedad cada vez más caótica, con lo que la llegada de Kuin, y su triunfo, parecen inevitables. En medio de todo ello, Scott Warden trata de sobrevivir a la extraña marea de acontecimientos, en la que además parece jugar sin saberlo un papel importante.
Miquel Barceló alertaba recientemente a los lectores de la colección Nova sobre la exagerada preponderancia de la tendencia denominada near future en la actual ciencia-ficción, pero si bien es cierto que este libro podría incluirse de refilón en ese cajón de sastre (más bien en una especie de “desastre cercano”), su verdadero campo de ficción es el de los fenómenos temporales. Y se mueve en él, a pesar de la dificultad que supone toda historia contada al revés, admirablemente. Sin utilizar paradojas ni el fácil artificio de los universos paralelos, el resultado final, un bucle temporal autorregenerativo, se cierra de forma sorprendentemente correcta. La propuesta de efecto-causa está impecablemente tratada, y prueba de ello es la ausencia de cabos sueltos en un final que, aunque carezca de fuerza, no podía ser otro.
Los personajes son creíbles, y a pesar de mostrar esa cantidad de desgracias personales tan en boga en la cf actual, Wilson no se permite la pesadez de Gregory Benford o el amarillismo de Robert J. Sawyer. Los cronolitos es, sin duda, la obra más redonda de Wilson hasta el momento. Entretenida, inteligente y sin material de relleno. Y es ciencia-ficción. ¿Qué más se puede pedir en estos tiempos?


Estas dos reseñas fueron publicada originalmente en Bibliópolis, crítica en la red.


viernes, 18 de agosto de 2017

Roger Zelazny. Tú el inmortal


Se acaban de conceder los premios Hugo de 2017. La lista de ganadores ha llamado la atención debido al número de mujeres que contiene. La presencia femenina en la categoría reina, la de novela, solo ha sido usual en las últimas décadas: en los últimos 30 años, 18 premios han recaído en hombres y 14 en mujeres, lo cual no llega a ser absolutamente igualitario, es cierto, aunque tampoco tenga por qué serlo, digámoslo, un premio basado presuntamente (subráyese) en la calidad. Aunque esto no es una competición entre sexos, lo más reseñable de este año ha sido el dominio femenino casi absoluto, extendido a prácticamente todas las categorías; por la alternancia que supone, se trata, sin duda, de una buena noticia para el progreso de la ciencia ficción.
En cuanto al premio Hugo en sí, saben los lectores de este blog que hace bastantes años que dejé de tenerlo en cuenta. Me interesa únicamente por su utilidad, por su valor como aproximación al estado de popularidad de ciertos autores y temas. Y es que, debido al sistema de votación, los Hugo, al igual que nuestros entrañables premios Ignotus, son vulnerables a circunstancias y movimientos como los que en años recientes provocaron el lamentable affair de los Puppies. Sea como sea, en unos premios en los que la calidad hace tiempo que dejó de ser determinante, que gane el lado correcto, moralmente hablando, no deja de ser buena noticia.
Un vistazo al historial de premios en la categoría grande, la de novela, da una idea exacta de cómo ha ido degradándose el premio Hugo con los años. Con alguna contada excepción, un porrón de libros en su mayoría incontestables (excelentes, obras maestras, clásicos...) recorre la línea temporal hasta los ochenta, década en la que comienza a colarse alguna novela, digamos, más floja, un signo de debilidad que poco a poco va aumentando hasta la pérdida de identidad del premio en la década de 2000. No estoy diciendo que no haya buenas obras en estos últimos años, me estoy refiriendo a la decreciente densidad de ellas, a concesiones a la popularidad exterior y a la inclusión de textos de un subgénero que en origen no estaba en el corazón del premio.
La desconfianza se paga, y en mi caso me ha llevado a no leer un solo premio Hugo en los últimos años. No se preocupen, soy un tipo de mente abierta y confío aún en las recomendaciones de algunos (contados) compañeros, así que me dispongo a hacerlo en cuanto tenga tiempo. Aunque cada vez me apetezca más volver la vista atrás y adentrarme de nuevo en aguas ya navegadas, novelas como este viejo premio Hugo que reseñé hace ya unos cuantos años.



En el último año hemos asistido en nuestro país a la reivindicación de Roger Zelazny. Tras la reedición en formato de bolsillo por parte de Minotauro de El señor de la luz y la publicación de obras tan brillantes como La edad de oro, de John C. Wright, e Ilión, de Dan Simmons, deudoras en distinta forma del tratamiento mitológico zelazniano, cabía esperar la reaparición de su segunda obra más reseñable.
Tú el inmortal, ganadora del premio Hugo en 1966 (compartido nada menos que con el Dune de Herbert), fue la primera novela publicada por el autor, que ya había ofrecido muestras de su originalidad e ingenio en un gran número de cuentos, tales como “Una rosa para el Eclesiastés”, “Las puertas de su cara, las lámparas de su boca” e incluso “...Y llámame Conrad”, embrión del interesante clásico que se reseña en este texto. Precursor de la new wave en su rama norteamericana, Zelazny fue un escritor de rápida eclosión que inmediatamente ganó prestigio y alcanzó su máximo potencial al orientar su estilo narrativo, brillante en lo descriptivo, fresco en los directos y desnudos diálogos, hacia una suerte de fantasía científica en la que la ciencia toma aspecto de magia en el más estricto sentido clarkiano.
En ésta, su ópera prima, Zelazny presenta los mimbres de una visión temática que perfeccionaría y culminaría sólo un año más tarde en su mejor obra, El señor de la luz, donde la ciencia acaba siendo algo tangencial, que conforma la excusa de una trama de aspecto puramente fantástico, una epopeya divina basada en el panteón de dioses hinduista. Por Tú el inmortal desfilan héroes y monstruos trasuntados de una mitología distinta, la griega, aunque en un escenario más afín a la ciencia ficción.
El protagonista es Conrad Nomikós, humano inmortal debido (quizás) a los efectos de la radiación que cubrió amplias zonas de la Tierra tras la Guerra de los Tres Días, un apocalipsis atómico que dio como resultado una alta población de mutantes. Antiguo héroe revolucionario, ahora en el anonimato por voluntad propia, ostenta un pequeño cargo en el ministerio terrestre que le otorga una posición privilegiada entre congéneres humanos y extraterrestres veganos, salvadores y por ello nuevos arrendadores del planeta. Conrad recibe el encargo de servir de guía en la expedición que conducirá al vegano Cort Myshtigo desde Egipto hasta una oscura Grecia plagada de peligrosos monstruos. Un viaje que, de alguna manera, se adivina crucial para el destino de la humanidad.
Los dos mayores atractivos de la novela se encuentran tanto en su desarrollo aventurero, que convierte la lectura en un auténtico disfrute, como en el carisma de su personaje principal. Es cierto que se puede distinguir un importante poso ideológico en las obras de Zelazny, pero éste se asienta más en la esencia del protagonista que en los ejercicios de alta política que se repiten de fondo en sus novelas. Suele ser siempre un francotirador revolucionario que, a pesar de su aparente desgana, coloca su anhelo de justicia social por delante de lo demás, incluso a veces de sus mismos compañeros; un solitario antihéroe dado a la filantropía. Tras los grandes poderes, los terribles enfrentamientos y las maniobras de alto nivel, siempre destaca el anhelo individual del personaje destinado a la lucha desinteresada.
El Zelazny de esta obra aún no ha radicalizado su visión literaria y busca agradar al lector. Quizá por eso es menos trascendente, pero también más fácil de digerir. La editorial Bibliópolis ha decidido, motivada seguramente por la corta extensión de la novela, añadir un ensayo, obra de Iván Fernández Balbuena, dedicado al autor y a la obra, así como ofrecer una nueva traducción de Joaquín Revuelta. Mientras las ya numerosas editoriales de cf de nuestro país sigan reflotando clásicos como éste, no habrá año sin buenos libros.


La versión original de esta reseña fue publicada en Bibliópolis, crítica en la Red.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Miquel Barceló y Pedro J. Romero. El otoño de las estrellas


El año pasado se publicó, al fin, un libro que los aficionados a la ciencia ficción habíamos estado esperando unos tres lustros. Tanto fue el retraso que las bromas desde el fandom fueron surgiendo en cascada, e incluso yo me sumé al corrillo escribiendo un artículo ligero para una actualización del Día de los Inocentes. Lo cierto es que ojalá se hubiera pospuesto aún más su aparición, porque el contenido resultó ser un auténtico desastre. Vergonzosamente incompleta, parcial, tendenciosa y obsoleta desde su misma fecha de publicación, la "Nueva Guía de Lectura de la Ciencia Ficción" parecía más una tomadura de pelo que un ensayo serio (¿quizás la respuesta a nuestros chistes?). Si saben ustedes de cf, que ya sé que sí, prueben a ojearla y en un par de búsquedas se darán cuenta de lo que hablo.
Su única valía se encuentra en el material copiado de la original Guía de 1990, un ensayo fundamental, de referencia para toda una generación. La parte "nueva" funciona como un artefacto publicitario al servicio de la editorial en la que el autor ha trabajado como seleccionador durante todos estos años. De las más de 40 novelas que ocupan el espacio entre la antigua Guía y la actualidad, casi el 90% han sido publicadas por Ediciones B. La única novela española que se cita, que reseño a continuación, fue co-escrita por el propio Barceló. Si unimos a todo ello la ausencia de autores cruciales en las últimas décadas, dentro del propio género (Bacigalupe, Mieville, Chiang, Harrison, Hamilton...) y fuera de él (McCarthy, Roth, Ishiguro, Houellebecq...), y de obras imprescindibles de la actual ciencia ficción (de La carretera a La chica mecánica), y sumamos el ninguneo absoluto a los autores españoles (de los Aguilera, Vaquerizo, Martínez a los Piñol, Monteagudo, Somoza), no queda otra calificación para esta Guía que la de mera propaganda editorial y personal, lo que la convierte en un mero producto de fábrica, absolutamente innecesario.
Sobre las nuevas artimañas publicitarias editoriales, la inclusión de portales y blogueros entre sus recursos y el estado actual de las cosas en el fandom me explayaré en otra ocasión. De momento, pueden saciar su curiosidad echándole un ojo al segundo artículo (magnífico como el primero, arriba enlazado) que Ignacio Illarregui le dedicó al asunto, titulado Sobre la “Nueva” guía de lectura, la negligencia editorial y la crítica ejercida como una labor de promoción. Encontrarán en él claras concomitancias con algo que ha suscitado cierta polémica en el fandom estas últimas semanas y que tiene que ver con otra editorial cercana.
Y dejo paso a la novela, cuya breve reseña tiene su propia historia. La encontré en una carpeta grabada en un disco olvidado, en el fondo de una bovina de 50 unidades. Procedía de otro tiempo, de un viejo ordenador que ya ni recuerdo. Rotulado con el aséptico título de Copia de seguridad Silenus 2, el disco contenía antiguallas, algunas sorprendentes: reseñas, artículos e incluso cuentos que, si el tiempo lo permite, iré recuperando aquí.




Secuestros temporales perpetrados por agujeros negros; la persistencia de la identidad en nuevos soportes físicos; la suma de conciencias universales convertida en dios; metamorfosis corporales a la carta o, lo que es lo mismo, Pohl, Egan, Simmons, Sheffield... Todo eso y más es El otoño de las estrellasPedro J. Romero y Miquel Barceló aportan su grano de arena a la ya vieja -pero aún viva- discusión fondo vs. forma, y lo hacen echando mano de los pesos pesados que mejor han defendido en los últimos años su postura. Para demostrar que el principio activo que mueve a la ciencia ficción son las ideas, se sirven de lo más granado del ideario hard actual, añaden alguna aportación original realmente interesante y nos acercan al final de nuestro universo.
La novela es un refrito de elementos presentados anteriormente por otros autores, lo que invita a preguntarse si no estará ya todo contado en esto de la ciencia ficción, si realmente lo más importante no será a estas alturas cómo se cuenta y no qué. Curiosamente, las bondades de tantas ideas, aunque repetidas, son lo suficientemente estimulantes como para continuar apasionando por su indiscutible poder de atracción, de tal modo que ni el estilo simple, irritante a veces por reiterativo, ni la planicie de los personajes -uno de los protagonistas podría pasar por primo hermano del Frank Poole de 3001, odisea final-, logran amortiguar la fuerza que atesora el conjunto de brillantes ideas, ajenas y propias, que suma la novela.
El otoño de las estrellas resulta ser, como dice el propio Barceló en el prólogo, la adaptación, humilde pero también moderna, del Hacedor de estrellas de Stapledon, esta vez dotado de trama compleja y reconstruido con las más frescas ideas de la última ciencia ficción “dura”; una magnífica oportunidad para conocer de primera mano los defectos y las virtudes de la llamada “literatura de ideas”.


viernes, 4 de agosto de 2017

Sheri S. Tepper. El árbol familiar

Ya. Lo sé. Mucho tiempo desde la última vez, ¿no? ¿Por qué ahora?, se preguntarán. Sólo puedo responder "por qué no". Simplemente, me apetece de nuevo.
¿Esta actualización, este libro, a qué vienen? Lo cierto es que no lo sé, supongo que mi subconsciente quiere decirme algo. Quizás debería repasar qué es lo que me ha influído en estas últimas semanas, así tal vez daría con ello. Jueguen a descubrirlo, si les place.
El caso es que, casi un año después, en pleno mes de agosto, vuelvo para recuperar una reseña publicada en la revista Gigamesh, sobre un libro que cabalga a medias entre la fantasía y la ciencia ficción, escrito por una mujer y con un mensaje ecologista que, por impericia de la autora, parece pura propaganda. Cuantos más años cumplo (y ya son bastantes) más me convenzo de que la auténtica literatura descansa en los recovecos de lo etéreo, de lo escondido, de lo que no se nombra. Cada vez soporto menos la evidencia, la falta de sutileza. La de esta autora, por ejemplo.
Me alegra verles de nuevo.


Rebelión ecologista en la granja

Entre muchas otras cosas, la década de los 90 será recordada por fenómenos como el mestizaje multidisciplinar o la preocupación por la ecología; se puede afirmar, por lo tanto, que esta novela publicada en 1997 por Sheri S. Tepper es, inconfundiblemente, un producto de su tiempo. El árbol familiar encierra un agresivo mensaje de carácter ecologista llevado hasta sus últimas consecuencias por medio de una historia que mezcla fantasía y ciencia ficción. El resultado final es, cuando menos, chocante.
Un despliegue de ismos -ecologismo, surrealismo, sexismo, catastrofismo y, en su finalización, extremismo- conforman los pilares de esta fábula moral de estructura bífida. Comienza con dos argumentos paralelos que, en su predecible unión, encuentran pleno desarrollo a un tercio de la conclusión del libro. Este tipo de arquitectura, que evoca referencialmente obras tales como Cronopaisaje, de Gregory Benford, o La historia interminable, de Michael Ende, permite a la autora alternar a la vez los dos géneros literarios que mejor maneja y ofrecer al lector, en determinado momento de la narración, una divertida propuesta cuyo fondo peca de revisionista.
El árbol familiar comienza con la descripción de dos búsquedas que, en principio, no muestran puntos en común: una de carácter detectivesco, situada en un presente en el que las plantas comienzan a proliferar de manera descontrolada, y otra de aspecto marcadamente tolkieniano, en la que un exótico grupo viaja por tierras extrañas en pos de la resolución de un enigma. Ambas tramas acaban convergiendo gracias al empleo de una portentosa y anónima maquina del tiempo, indisimulado mcguffin del libro cuyo origen y finalidad acabarán siendo un absoluto misterio. El resultado de esa unión, que habría hecho sonrojar al mismísimo George Orwell, recuerda argumentalmente al filme de Terry Gilliam “12 monos”, y permite, aparte de la mencionada revisitación a lo leído bajo una nueva perspectiva, dar rienda suelta a la autora para relativizar el significado de la palabra persona y cargar con furia contra el antropocentrismo reinante.
Durante el transcurso de la historia, muchas más cosas. Escenas que provocarían el delirio imaginativo de cualquier maestro de la infografía; la interesante propuesta de la tecnología como artificio debilitador de la magia; casualidades al servicio de la trama; guiños como el de una Dorita adulta arrebatada del mundo por un torbellino y la enésima visita al mito de Gaia, aquí con un nombre distinto.
El arbol familiar transcurre como un genuino entretenimiento, escrito con buen ritmo y estilo ameno, hasta las proximidades de su conclusión, donde se degrada de forma notable. Aunque el círculo logra cerrarse satisfactoriamente, deja una sensación de pérdida de objetivos remarcada por la falta de importancia final de los árboles, al principio teóricos protagonistas de la novela. La manera tremendista y precipitada con la que finalmente se desvelan las verdaderas intenciones de la autora, su premeditado mensaje, desfiguran el buen recuerdo que el libro podría haber dejado. El subargumento final, inocente e imposible, coloca a Sheri S. Tepper en la militancia ecologista radical, y a su novela, en otra buena oportunidad desperdiciada.


El texto original de esta reseña fue publicado en el nº 30 de la revista Gigamesh.